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EL HOMBRE QUE NO IBA A NINGUNA PARTE


El camarote en el que me encontraba era pequeño y algo desordenado. Justo a mi lado estaba sentado un hombre bastante joven, de pelo rubio, hirsuto bigote color paja y labio inferior caído, que me sostenía la muñeca. Nos miramos el uno al otro sin hablar durante un minuto. Tenía unos inexpresivos ojos gris pálido.

Entonces llegó un ruido de arriba, como si movieran de un lado a otro una cama de hierro, y el quedo gruñido de enfado de un animal de buen tamaño. A la vez que ello sucedía, el hombre habló de nuevo.

Repitió su pregunta:

—¿Cómo se encuentra?

Creo que respondí que me encontraba bien. No recordaba cómo había llegado hasta allí. Tuvo que ver la duda en mi cara, ya que yo no podía expresarme de otro modo.

—Lo recogimos de un bote, estaba usted muriéndose de hambre. El nombre que llevaba el bote era Lady Vain, y tenía marcas extrañas en la borda.

En aquel instante me fijé en mi mano, tan flaca que parecía una sucia cartera de cuero llena de huesos sueltos, y me vino a la memoria todo lo acontecido en el barco.

—Tome un poco de esto —me dijo, y me dio una dosis de un líquido rojo helado.

Sabía a sangre y me ayudó a recuperar fuerzas.

—Ha tenido suerte de que lo recogiera un barco con un médico a bordo —añadió; hablaba con una entonación extraña, con un leve ceceo.

—¿De qué barco se trata? —pregunté despacio, ronco después de tanto tiempo en silencio.

—De un pequeño mercante que ha pasado por Arica y Callao. No he preguntado nunca de dónde partió. Supongo que viene de la tierra de los majaderos. Yo soy un pasajero, embarqué en Arica. El dueño del barco (y su capitán), un burro llamado Davis, perdió su certificado o algo similar. Ya sabe a qué clase de hombre me refiero; llama al barco el Ipecacuanha, imagínese, aunque cuando hay mucha mar y poco viento, está claro que tiene el mismo efecto que la raíz que le da nombre.

Entonces volvimos a oír el ruido de antes, un gruñido y la voz de un ser humano a la vez. Después, otra voz pidió a un «idiota de remate» que lo dejara ya.

—Estaba casi muerto —siguió contando mi interlocutor—. La muerte le anduvo muy cerca, sin duda, pero le he dado algo para ayudarlo. ¿Nota el brazo dolorido? Es por las inyecciones. Lleva inconsciente unas treinta horas.

Me costaba pensar con rapidez, me distraían los gañidos de varios perros.

—¿Puedo tomar comida sólida? —pregunté.

—Gracias a mí. Están preparando estofado de cordero.

—Sí, no me iría mal un poco de cordero —respondí.

—Lo cierto es que me muero por saber cómo se quedó solo en ese bote —dijo, tras vacilar un instante; me pareció detectar una leve suspicacia en sus ojos—. ¡Malditos aullidos!

De repente salió del camarote y lo oí discutir violentamente con alguien cuyas respuestas eran para mí un galimatías. En cualquier caso, me dio la impresión de que el asunto terminaba en confrontación física, aunque supuse que me engañaban mis oídos. Después, el hombre gritó algo a los perros y regresó al camarote.

—¿Y bien? —preguntó desde la puerta—. Iba usted a empezar su historia.

Le di mi nombre, Edward Prendick, y le conté que había decidido estudiar historia natural para aliviar la monotonía de mi cómoda independencia económica. Aquello pareció interesarle.

—Yo también me dediqué algún tiempo a la ciencia, hice biología en el University College: extraer el ovario de una lombriz y la rádula de un caracol, ya sabe. ¡Dios mío! Eso fue hace diez años. Pero siga, siga, cuénteme lo del bote.

Se quedó satisfecho con la franqueza de mi historia, que relaté con frases concisas (ya que me sentía muy débil), y, cuando terminé, volvió al tema de la historia natural y a sus estudios biológicos. Empezó a interrogarme con atención sobre Tottenham Court Road y Gower Street.

—¿El Caplatzi sigue siendo un negocio floreciente? ¡Menuda tienda era!

No cabía duda de que había sido un estudiante de medicina corriente, y no dejaba de volver al tema de los music-halls. Me contó varias anécdotas.

—Lo dejé todo hace diez años —me dijo—. ¡Entonces era un tipo alegre! Pero me comporté como un joven estúpido… Me agoté antes de cumplir los veintiuno. Me atrevería a decir que todo ha cambiado… Ahora tengo que ir a ver a ese idiota del cocinero y ver qué está haciendo con su cordero.

De nuevo comenzaron los gruñidos de arriba, tan de repente y con tanta ferocidad que me sobresaltaron.

—¿Qué es eso? —le pregunté cuando salía, pero la puerta ya se había cerrado.

Regresó con el cordero estofado, y yo estaba tan emocionado con su apetitoso olor que olvidé por completo el ruido del animal.

Tras pasar un día alternando sueño con comida, me sentí lo bastante recuperado para salir de mi camastro y acercarme a la escotilla para mirar el verde mar, que intentaba hacer las paces con nosotros. Calculé que la goleta navegaba a favor del viento. Montgomery, pues así se llamaba el hombre de pelo rubio, entró de nuevo mientras yo miraba el mar, y le pedí algo de ropa. Él me prestó algunas prendas suyas de lona, ya que, según dijo, las que yo llevaba puestas en el bote las habían tirado por la borda. Su ropa me estaba bastante holgada, pues Montgomery era grande y de extremidades largas.

Me dijo, como si nada, que el capitán estaba completamente borracho en su camarote. Mientras me vestía, empecé a preguntarle algunos detalles sobre el destino del barco. Él respondió que se dirigía a Hawai, pero que primero tenían que dejarlo a él en tierra.

—¿Dónde? —pregunté.

—En una isla… Donde vivo. Que yo sepa, no tiene nombre.

Se me quedó mirando con el labio inferior caído y, de repente, pareció tan deliberadamente estúpido que se me ocurrió que pretendía eludir mis preguntas.

—Estoy listo —le dije, y salimos del camarote; él iba delante.

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