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EPÍLOGO

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Resulta imposible no hacerse la pregunta. ¿Volverá alguna vez? Puede que haya vuelto a deslizarse al pasado, y haya caído entre los peludos salvajes bebedores de sangre de la Edad de Piedra sin Pulir, en los abismos del mar cretácico, o entre los grotescos saurios, los enormes reptiles del periodo jurásico. Incluso puede que ahora —si me permiten expresarlo así— esté paseándose por un arrecife de coral oolítico, acechado por plesiosaurios, o junto a los solitarios lagos salinos de la Edad Triásica. ¿O habrá ido hacia delante, a una época más cercana, en la que los hombres aún sean hombres, pero los enigmas de nuestra época se hayan respondido y nuestros tediosos problemas estén resueltos? A la edad adulta de la raza, porque yo, por mi parte, ¡no puedo creer que estas últimas épocas de experimentación débil, teoría fragmentaria y discordia mutua sean realmente la época culminante del hombre! Por mi parte, digo. Él, yo lo sé —pues habíamos debatido el tema mucho antes de que construyera la máquina del tiempo—, solo se imaginaba el Avance de la Humanidad en términos sombríos, y veía el acopio creciente de la civilización como una acumulación estúpida que inevitablemente debía caer y acabar destruyendo a sus creadores. Si es así, solo nos queda vivir como si no lo fuera, pero para mí el futuro aún es negro y vacío, una vasta ignorancia iluminada en puntos ocasionales por el recuerdo de su relato. Y guardo, para consolarme, dos extrañas flores blancas, ahora marchitas, marrones, planas y quebradizas, como prueba de que incluso cuando la mente y la fuerza habían desaparecido, la gratitud y la ternura mutua todavía habitaban el corazón del hombre.

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