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Creo que en aquel momento ninguno de nosotros creyó en la máquina del tiempo. Lo cierto es que el viajero era uno de esos hombres que son tan listos que nadie los cree. Nunca tenías la sensación de saberlo todo de él; tras su franqueza lúcida siempre sospechabas alguna reserva sutil, alguna ingeniosidad emboscada. Si hubiese sido Filby quien mostrara la maqueta y explicara el asunto con las palabras del viajero, nos habríamos mostrado mucho menos escépticos porque habríamos percibido sus motivaciones: hasta un charcutero entendería a Filby. En cambio, uno de los rasgos del viajero era la impulsividad, y desconfiábamos de él. Cosas que habrían hecho famoso a un hombre menos inteligente parecían trucos en sus manos. Es un error hacer las cosas con demasiada facilidad. La gente seria que se lo tomaba en serio nunca se fiaba del todo de su comportamiento; de algún modo eran conscientes de que arriesgarse a confiar en él era como amueblar una habitación infantil con porcelana fina. Así que no creo que ninguno de nosotros hablara mucho sobre los viajes en el tiempo en los días transcurridos entre aquel jueves y el siguiente, aunque el potencial de dichos viajes ocupaba, sin duda alguna, la mayoría de nuestras mentes. Me refiero a su carácter factible, es decir, a lo increíble que resultaba desde un punto de vista práctico, a las curiosas posibilidades de anacronismo y de confusión total que sugería. Por mi parte, me preocupaba particularmente el truco de la maqueta. Recuerdo haberlo discutido con el médico, con quien me encontré el viernes en el Linnaean. Comentó que había visto algo similar en Tubinga, e insistió bastante en que se apagó la vela. Pero el modo en que había realizado el truco, eso no se lo podía explicar.

El jueves siguiente volví a Richmond —me parece que era uno de los invitados más habituales del viajero—, y, como llegué tarde, me encontré a cuatro o cinco hombres ya reunidos en su salón. El médico estaba de pie ante el fuego con una hoja de papel en una mano y el reloj en la otra. Busqué con la mirada al viajero y…

—Son las siete y media —anunció el médico—. Supongo que será mejor que cenemos.

—¿Dónde está…? —pregunté, nombrando a nuestro anfitrión.

—¿Acaba de llegar? Pues es bastante raro. Ha sufrido un retraso inevitable. Me pide en esta nota que si no ha vuelto a las siete empecemos a cenar. Dice que se explicará cuando vuelva.

—Es una lástima dejar que se estropee la cena —comentó el director de un diario muy conocido, y acto seguido el médico tocó el timbre.

El psicólogo era el único, aparte del médico y yo, que había asistido a la cena anterior. Los otros hombres eran Blank, el director de periódico antes mencionado, cierto periodista y otro hombre, silencioso, tímido y barbudo, a quien no conocía, que, según pude observar, no abrió la boca en toda la velada. Durante la cena se especuló un poco sobre la ausencia del viajero, y yo sugerí en tono medio jocoso que quizá había viajado en el tiempo. El director preguntó a qué me refería, y el psicólogo ofreció un relato inexpresivo del «truco y la paradoja ingeniosa» que había presenciado una semana atrás. Estaba en plena explicación cuando la puerta del pasillo se abrió despacio y sin hacer ruido. Yo estaba sentado hacia la puerta y lo vi primero.

—¡Hola! —dije—. ¡Al fin!

La puerta se abrió más y el viajero apareció ante nosotros. Lancé un grito de sorpresa.

—¡Santo cielo! Pero, hombre, ¿qué le ocurre? —exclamó el médico, que lo vio a continuación. Y la mesa entera se volvió hacia la puerta.

Se encontraba en un estado terrible. Llevaba la chaqueta polvorienta y sucia y las mangas manchadas de verde; el pelo, desordenado, y me pareció que más encanecido, puede que por el polvo y la suciedad o porque realmente había perdido color. El rostro mostraba una palidez espectral; tenía un corte marrón en la barbilla, medio curado, y una expresión demacrada, ojerosa, como de haber sufrido mucho. Dudó en la puerta un instante, como si la luz lo hubiera deslumbrado. Entonces entró en la habitación. Caminaba con la misma cojera que yo había visto en los vagabundos que tienen los pies doloridos. Lo mirábamos fijamente en silencio, esperando a que hablara.

No dijo ni una palabra, sino que se acercó lentamente hasta la mesa, e hizo un gesto en dirección al vino. El director sirvió una copa de champán y se la acercó. El hombre la vació, y pareció sentarle bien, pues miró alrededor de la mesa y volvió a esbozar su antigua sonrisa.

—¿Qué diablos ha estado haciendo, hombre? —le espetó el doctor.

El viajero no pareció oírlo.

—No quiero interrumpirlos —dijo, con voz algo entrecortada—. Estoy bien.

Se detuvo, alzó la copa para que le sirvieran más, y se la bebió de un trago.

—Qué bien —murmuró.

Sus ojos se iluminaron, y un color débil volvió a sus mejillas. Su mirada pestañeó al revisar nuestras caras mostrando su aprobación de manera poco expresiva, y luego recorrió la habitación cálida y cómoda. Volvió a hablar, aún como si avanzara a tientas entre las palabras.

—Voy a lavarme y a vestirme, y luego bajaré y se lo contaré todo… Guárdenme un poco de ese cordero. Me muero por un poco de carne.

Miró hacia el director del periódico, que era una visita poco habitual, y le deseó que estuviera bien. El director se dispuso a hacerle una pregunta.

—Si le respondo ahora mismo… —replicó el viajero—. Estoy… mareado. Me encontraré mejor dentro de un minuto.

Dejó la copa y se dirigió hacia la puerta que daba a la escalera. Volví a fijarme en su cojera y en el ruido amortiguado de sus pisadas, y, levantándome de mi sitio, le miré los pies al salir. Solo llevaba un par de calcetines andrajosos y manchados de sangre. Luego la puerta se cerró tras él. Me planteé seguirle, hasta que recordé cuánto detestaba armar escándalo. Pasé un minuto, quizá, pensando en las musarañas. Entonces oí que el director de periódico decía: «Asombroso comportamiento de un científico eminente», pensando, como solía, en titulares. Y ese comentario devolvió mi atención a la brillante mesa de la cena.

—¿A qué juega? —preguntó el periodista—. ¿Se ha dedicado a hacer de mendigo? No lo entiendo.

Mi mirada se encontró con la del psicólogo, y leí mi propia interpretación en su rostro. Pensé en el viajero cojeando dolorosamente escaleras arriba. No creo que nadie más hubiera advertido la cojera.

El primero en recuperarse de la sorpresa fue el médico, que tocó el timbre —el viajero detestaba que los criados sirvieran durante la cena— para pedir un plato caliente. Entonces el director se concentró en su cuchillo y su tenedor con un gruñido, y el hombre silencioso hizo lo mismo. Se reanudó la cena. En la conversación abundaron las exclamaciones durante un rato, con intervalos de asombro, hasta que la curiosidad del director se hizo irresistible.

—¿Es que nuestro amigo sobrevive barriendo la esquina, o tiene fases de Nabucodonosor y vive entre animales? —interrogó.

—Estoy seguro de que se trata del asunto de la máquina del tiempo —dije, y retomé el relato de nuestra reunión anterior que estaba haciendo el psicólogo.

Los nuevos huéspedes se mostraron francamente incrédulos. El director planteó objeciones.

—¿Qué viaje en el tiempo ha sido este? Nadie se cubriría de polvo al adentrarse en una paradoja, ¿verdad? —Y entonces, al ocurrírsele la idea, recurrió a caricaturizarlo. ¿Acaso no tenían cepillos para la ropa en el futuro? El periodista tampoco se lo creía, de ninguna manera, y se sumó al director en la fácil tarea de ridiculizar todo aquel asunto. Ambos pertenecían al nuevo tipo de periodista: eran hombres jóvenes, muy alegres e irreverentes.

—Informa nuestro corresponsal especial de pasado mañana —estaba diciendo, o más bien gritando el periodista, cuando el viajero volvió. Iba vestido con ropa corriente de noche, y su mirada demacrada era lo único que quedaba del cambio que tanto me había sorprendido.

—¡Digo que estos tipos de aquí afirman que ha viajado hasta mediados de la próxima semana! —comentó el director, desternillándose—. ¡Cuéntenos algo del pequeño Rosebery, por favor! ¿Qué querrá a cambio de contárnoslo todo?

El viajero se dirigió hasta el lugar reservado para él sin decir nada. Sonrió tranquilamente, como solía hacer.

—¿Dónde está mi cordero? —preguntó—. ¡Qué placer volver a clavar el tenedor en la carne!

—¡La historia! —exclamó el editor.

—¡Al diablo la historia! —replicó el viajero—. Quiero algo de comer. No diré palabra hasta introducir un poco de peptona en mis arterias. Gracias. Y la sal.

—Una palabra —intervine yo—. ¿Ha estado viajando en el tiempo?

—Sí —respondió el viajero con la boca llena, asintiendo.

—Daría un chelín por cada línea de un relato palabra por palabra —afirmó el director.

El viajero extendió la copa en dirección al hombre silencioso y la rozó con la uña, ante lo que cual el hombre silencioso, que lo había estado mirando fijamente, se sobresaltó de repente y le sirvió vino. El resto de la cena resultó incómodo. Aún me surgían preguntas repentinas, y me atrevería a decir que a los demás también. El periodista trató de aliviar la tensión contando anécdotas sobre Hettie Potter. El viajero se concentró en la cena, y demostró tener el apetito de un vagabundo. Mientras se fumaba un cigarrillo, el médico observó al viajero con la mirada entrecerrada. El hombre silencioso parecía aún más torpe, y bebía champán, sin parar y decidido, por puro nerviosismo. Al fin el viajero apartó el plato y nos miró.

—Supongo que debo pedir disculpas —empezó—, sencillamente me moría de hambre. He tenido un viaje increíble. —Extendió la mano para coger un puro, y le arrancó la punta—. Pero vengan al salón de fumar. Es una historia demasiado larga para contarla ante los platos grasientos.

Y tocando el timbre al pasar, nos condujo hasta la habitación de al lado.

—¿Ha hablado de la máquina a Blank, Dash y Chose? —me preguntó, reclinándose en su sillón mientras nombraba a los tres huéspedes nuevos.

—No es más que una paradoja… —protestó el director.

—Esta noche no puedo discutir. No me importa contarles la historia, pero no puedo discutir. —Y prosiguió—: Les contaré lo que me ha sucedido, si lo desean, pero deben evitar interrumpirme. Quiero contarlo. Tengo muchísimas ganas. La mayor parte les parecerá mentira. ¡Pues que así sea! Piensen lo que piensen, es cierto, hasta la última palabra. Yo estaba en mi laboratorio a las cuatro de la tarde, y desde entonces… he vivido ocho días… ¡unos días que ningún ser humano ha vivido jamás! Aunque estoy prácticamente exhausto, no dormiré hasta que se lo haya explicado. Después me iré a la cama. Pero ¡sin interrupciones! ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo el editor, y el resto lo repetimos.

Y así el viajero empezó su historia tal y como la expongo a continuación. Primero se reclinó en su sillón y hablaba agotado. Luego se fue animando. Al escribirlo percibo con demasiada intensidad la insuficiencia de la tinta y la pluma —y por encima de todo, mi propia ineptitud— para expresar la naturaleza de su explicación.

Supongo que se leerá con la atención necesaria, pero ni siquiera así se puede ver el rostro blanco y sincero del viajero iluminado por el círculo brillante de la lámpara pequeña, ni oír la entonación de su voz. ¡Resulta imposible relatar hasta qué punto su expresión seguía los giros de su historia! La mayoría de quienes lo escuchábamos estábamos a la sombra, porque no habían encendido las velas de la sala de fumar, y solo el rostro del periodista y las piernas del hombre silencioso a partir de las rodillas quedaban iluminados. Al principio nos mirábamos de vez en cuando los unos a los otros. Al cabo de un rato dejamos de hacerlo, y solamente mirábamos el rostro del viajero.

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