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—Así que volví. Debí de permanecer inconsciente en la máquina durante mucho tiempo. La sucesión intermitente de días y noches se reanudó, el sol volvió a ser dorado y el cielo, azul. Respiré con mayor libertad. Los contornos fluctuantes de la Tierra fluían y refluían. Las manecillas de los contadores giraban hacia atrás. Acabé viendo otra vez las sombras borrosas de algunas casas, las evidencias de la humanidad decadente, que también cambiaron y desaparecieron, y llegaron otras. En ese momento, cuando el indicador de los millones alcanzó el cero, disminuí la velocidad. Empecé a reconocer nuestra arquitectura insignificante y familiar, la manecilla de los miles corrió otra vez hasta el punto de partida, la noche y el día se turnaban cada vez más despacio. Entonces me encontré entre las viejas paredes del laboratorio, y frené con mucha delicadeza el mecanismo.

»Vi un detalle que me pareció extraño. Creo que les he contado que cuando partí, antes de ir a toda velocidad, la señora Watchett había cruzado la habitación, desplazándose, según me pareció, como un cohete. Al volver, pasé otra vez por el minuto en que cruzó el laboratorio, pero ahora cada uno de sus movimientos parecía la inversión exacta de los anteriores. La puerta del extremo inferior se abrió y ella se deslizó sin hacer ruido por el laboratorio, casi todo el rato de espaldas, y desapareció tras la puerta por la que había entrado previamente. Justo antes me pareció ver a Hillyer un instante, pero pasó como un rayo.

»Entonces detuve la máquina, y vi mi viejo y conocido laboratorio a mi alrededor, mis herramientas y mis aparatos tal y como los había dejado. Bajé de la máquina temblando, y me senté en mi banco. Pasé varios minutos estremeciéndome violentamente hasta que me calmé. Me rodeaba otra vez mi viejo taller, y estaba igual que siempre. ¡Tal vez me había quedado dormido y todo había sido un sueño!

»¡Pero no, no era así! La máquina había salido de la esquina sureste del laboratorio, y al volver había aparecido en la del noreste, contra la pared donde la vieron. Eso corresponde a la distancia exacta desde el pequeño trozo de césped hasta el pedestal de la Esfinge Blanca, donde los morlocks habían metido mi máquina.

»Durante un rato se me quedó el cerebro paralizado. Hasta que me levanté y me acerqué por el pasillo, cojeando, porque aún me dolía el talón, y me notaba muy sucio. Vi el Pall Mall Gazette en la mesa junto a la puerta y vi que llevaba fecha de hoy, y mirando hacia el reloj vi que eran casi las ocho. Oí sus voces y el ruido de platos. Dudé… Estaba tan mareado y débil… Entonces me llegó el aroma de la carne, rica y saludable, y abrí la puerta. Ya conocen el resto. Me lavé, cené y ahora les estoy contando esta historia.

»Sé —dijo tras una pausa— que todo esto les resultará absolutamente increíble. Para mí lo único increíble es estar aquí ahora en esta vieja habitación conocida, mirando sus rostros amables y relatándoles estas extrañas aventuras.

Miró al médico.

—No, no puedo esperar que me crean. Tómenselo como una mentira… o una profecía. Digan que lo he soñado en el taller. Piensen que me he dedicado a especular sobre el destino de nuestra raza hasta tramar esta ficción. Cuando digo que es cierto, consideren mi afirmación como una mera pincelada artística para realzar el interés del relato. Y si fuera una historia, ¿qué les habría parecido?

Siguió fumando su pipa y empezó a dar golpecitos nerviosos a las barras de la chimenea como solía. Se hizo un silencio momentáneo. Las sillas empezaron a crujir y los zapatos, a rozar la alfombra. Aparté la mirada del rostro del viajero, y miré a su público. Estaban a oscuras, y unos puntitos de color daban vueltas ante ellos. El médico parecía absorto en la contemplación de nuestro anfitrión. El director del periódico miraba fijamente el extremo de su cigarro, el sexto. El periodista buscaba a tientas su reloj. Los demás, creo recordar, estaban inmóviles.

El director se puso en pie, suspirando.

—¡Qué pena que no escriba usted relatos! —exclamó, apoyando la mano en el hombro del viajero.

—¿No se lo cree?

—Pues…

—Ya me imaginaba que no.

El viajero se volvió hacia nosotros.

—¿Dónde están las cerillas? —preguntó. Encendió una y habló por encima de su pipa, dándole caladas—. La verdad es que… a mí ya me cuesta mucho creerlo… y aun así…

Su mirada recayó con una pregunta muda en las flores blancas marchitas encima de la mesita. Entonces se fijó en la mano con que sostenía la pipa, y vi que miraba unas cicatrices medio curadas que tenía en los nudillos.

El médico se levantó, se acercó a la lámpara y examinó las flores.

—El gineceo es extraño —señaló.

El psicólogo se inclinó hacia delante para verlo, extendiendo la mano para coger una muestra.

—¡Que me aspen si no es la una menos cuarto! —se lamentó el periodista—. ¿Cómo regresaremos a casa?

—Hay muchos coches de caballos en la estación —le recordó el psicólogo.

—Qué curioso —intervino el médico—, desconozco por completo el orden natural de estas flores. ¿Puedo quedármelas?

El viajero dudó, hasta que de repente dijo:

—Desde luego que no.

—¿De dónde las sacó, en realidad? —insistió el médico.

El viajero se puso la mano en la cabeza, y habló como si intentara retener una idea que se le escapaba.

—Me las metió en el bolsillo Weena, cuando viajé en el tiempo. —Recorrió la habitación con la mirada—. No sé qué diablos ha sucedido. Esta habitación y ustedes y el ambiente cotidiano resultan demasiado para mi memoria. ¿Llegué a construir una máquina del tiempo, o una maqueta de máquina del tiempo? ¿O no es más que un sueño? Dicen que la vida es sueño, un pobre y querido sueño a veces, pero no puedo soportar una vida que no sea así. Es una locura. ¿Y de dónde ha venido ese sueño? Debo ir a ver la máquina. ¡Si es que existe!

Agarró la lámpara rápidamente y la llevó, entre resplandores rojos a través de la puerta y hacia el pasillo. Lo seguimos. E iluminada por la luz parpadeante de la lámpara, allí estaba la máquina, chata, fea y torcida; un aparato de latón, ébano, marfil y cuarzo brillante translúcido. Parecía sólida —alargué la mano y toqué una barra—, unas manchas marrones salpicaban el marfil, tenía trozos de hierba y musgo en las partes inferiores, y otra barra muy torcida.

El viajero apoyó la lámpara en el banco y pasó la mano por la barra estropeada.

—Pues ya lo ven —comentó—. La historia que les he contado era verdad. Siento haberles hecho pasar frío.

Cogió la lámpara, y, sumidos en un silencio absoluto, volvimos a la sala de fumar.

Él vino hasta la entrada con nosotros y ayudó al director a ponerse el abrigo. El médico lo miró a la cara y, dudando un poco, le dijo que sufría exceso de trabajo, ante lo que el otro se rio mucho. Lo recuerdo de pie en la entrada abierta, gritando buenas noches.

Compartí el coche con el director, que pensaba que aquel relato era una «mentira chabacana». Por mi parte, era incapaz de llegar a ninguna conclusión. La historia era fantástica e increíble, y el relato muy creíble y sobrio. Me pasé casi toda la noche despierto pensando en él. Decidí volver a ver al viajero al día siguiente. Me dijeron que estaba en el laboratorio, y como conocía bien la casa, subí. El laboratorio, no obstante, estaba vacío. Me quedé mirando la máquina del tiempo durante un minuto y extendí la mano y toqué la palanca. El mamotreto chato y sólido se balanceó como una rama agitada por el viento. Me sorprendió muchísimo lo inestable que era, y tuve un recuerdo extraño de los días de infancia, cuando me prohibían que toqueteara las cosas. Retrocedí por el pasillo. El viajero salió a mi encuentro en el salón de fumar. Venía de la casa. Llevaba una cámara pequeña bajo un brazo y una mochila bajo el otro. Se rio cuando me vio, y me dio el codo en vez de la mano.

—Estoy tremendamente ocupado con esa cosa de ahí dentro —comentó.

—Pero ¿no se trata de un engaño? ¿De veras viaja en el tiempo?

—Sí, de veras que sí. —Me miró con sinceridad a los ojos. Dudó. Su mirada recorrió la habitación—. Solo quiero media hora. Sé por qué ha venido, y ha sido usted muy amable. Allí hay algunas revistas. Si se queda a comer le demostraré esto de viajar en el tiempo con todo detalle, con muestras y todo, si no le importa que me marche ahora.

Accedí, sin comprender en verdad la importancia de sus palabras, y él asintió y salió al pasillo. Oí el portazo del laboratorio, me senté en una silla y cogí un periódico. ¿Qué era lo que iba a hacer el viajero antes de comer? Al ver un anuncio recordé de repente que había prometido reunirme con Richardson, el director del periódico, a las dos. Miré el reloj, y vi que era casi la hora de acudir a mi compromiso. Me levanté y recorrí el pasillo para contárselo al viajero.

Al agarrar el picaporte oí una exclamación, extrañamente truncada al final, y un chasquido y un ruido sordo. Una ráfaga de aire se arremolinó en torno a mí al abrir la puerta, y dentro oí el ruido de cristales rotos. El viajero no estaba allí. Por un instante me pareció ver una figura fantasmal, indefinida, sentada en una masa arremolinada de negro y latón, una figura tan transparente que se veía con total claridad el banco que había detrás, lleno de hojas con dibujos, pero este fantasma se desvaneció al frotarme los ojos. La máquina del tiempo había desaparecido. Salvo por las agitadas nubes de polvo, el extremo más alejado del laboratorio estaba vacío. Al parecer, una hoja del tragaluz acababa de romperse.

Sentí un asombro irracional. Sabía que había ocurrido algo raro, y durante un instante no supe qué era lo que resultaba tan extraño. Mientras seguía de pie, mirando, se abrió la puerta del jardín y entró el criado.

Nos miramos el uno al otro. Entonces empezaron a surgir ideas.

—¿Ha salido el señor por allí? —pregunté.

—No, señor. No ha salido nadie por aquí. Esperaba encontrarlo aquí.

En aquel momento lo entendí. A riesgo de decepcionar a Richardson me quedé a esperar al viajero, a esperar la segunda y quizá más extraña historia, y las muestras y fotos que traería con él. Pero ahora empiezo a temer que tendré que esperar toda la vida. El viajero desapareció hace tres años. Y, como todo el mundo sabe, nunca ha regresado.

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