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—Salimos del palacio mientras en el horizonte aún se veía una parte del sol. Estaba decidido a llegar a la Esfinge Blanca por la mañana temprano, y me proponía adentrarme antes de que anocheciera en los bosques que me habían detenido la noche anterior. Mi plan era llegar lo más lejos posible aquella noche, y luego encender un fuego y dormir protegido por su resplandor. Por lo tanto, mientras avanzábamos recogí todos los palitos y la hierba seca que encontré, y no tardé en llevar una buena brazada de tales restos. Con esta carga avanzábamos más despacio de lo que me había imaginado, y además Weena estaba cansada. Yo también empezaba a tener sueño. Se hizo totalmente de noche antes que llegáramos al bosque. Weena se habría detenido al pie de la colina cubierta de arbustos que limitaba con el bosque, pues temía la oscuridad ante nosotros, pero una sensación peculiar de calamidad inminente, que en realidad debería haberme servido de advertencia, me hacía continuar. Llevaba sin dormir una o dos noches, y estaba febril e irritable. Sentía que el sueño me perseguía, y los morlocks con él.

»Mientras dudábamos, vi tres figuras agazapadas, borrosas, entre los arbustos negros detrás de nosotros. Estábamos rodeados de matorrales y hierbas altas, y no me sentía a salvo de su aproximación insidiosa. Según mis cálculos, el bosque tenía menos de kilómetro y medio de ancho. Si lográbamos atravesarlo hasta la ladera desnuda, me parecía que allí encontraríamos un lugar para descansar mucho más seguro; pensé que con las cerillas y el alcanfor conseguiría iluminar todo el camino a través del bosque. Era evidente que si me dedicaba a encender cerillas tendría que abandonar la leña, así que, reticente, la dejé en el suelo. Y entonces se me ocurrió sorprender a nuestros amigos, que estaban a nuestras espaldas, prendiéndole fuego. Acabé descubriendo lo atroz y estúpido de este proceder, que me pareció una medida ingeniosa para cubrir nuestra retirada.

»No sé si alguna vez se han planteado lo inusual que debe de resultar una llama en un lugar sin hombres y de clima templado. El calor del sol no suele ser lo bastante intenso para prender fuego, ni siquiera concentrado por las gotas de rocío, como a veces ocurre en regiones más tropicales. Los rayos pueden marchitar y ennegrecer, pero rara vez dan lugar a un incendio extendido. En alguna ocasión, los restos vegetales en descomposición arderán al fermentar y calentarse, pero casi nunca generarán llamas. En esta decadencia de la Tierra, el arte de hacer fuego también se había olvidado. Las lenguas rojas que lamían mi montón de leña resultaban totalmente nuevas y extrañas para Weena.

»Quería correr hacia el fuego y jugar con él. Creo que se habría metido dentro si yo no la hubiera retenido. Pero la atrapé, y pese a sus protestas, la empujé delante de mí hacia el bosque. El resplandor de mi fuego iluminaba un trecho del camino. Al mirar en ese momento hacia atrás, vi, a través de los troncos apretujados, que la llama se había extendido desde el montón de palitos hasta los arbustos de al lado, y que se dibujaba una línea curva de fuego por la hierba de la colina. Me reí al verlo, y me volví otra vez hacia los árboles oscuros que tenía delante. Estaba muy negro, y Weena se aferraba convulsivamente a mí, pero aún había, cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, luz suficiente para evitar los troncos. Por encima de mi cabeza solo había negrura, excepto donde un remoto trozo de cielo azul brillaba aquí y allá en lo alto. No encendí ninguna cerilla porque no me quedaban manos libres. Llevaba a mi pequeña colgando del brazo izquierdo, y tenía la barra de hierro en la mano derecha.

»Durante un rato no oí nada salvo el crujido de las ramitas bajo mis pies, el susurro débil de la brisa, mi propia respiración y el latido de mis vasos sanguíneos en los oídos. Entonces me pareció identificar un golpeteo a mi alrededor. Continué muy decidido, el golpeteo se volvió más claro y detecté los mismos ruidos y voces extrañas que había oído en el mundo subterráneo. Era evidente que varios morlocks me estaban rodeando. En efecto, al cabo de un minuto noté que me tiraban de la chaqueta, y luego algo en el brazo. Weena se estremeció violentamente y luego se quedó muy quieta.

»Había llegado la hora de usar una cerilla, pero para cogerla debía dejar a la muchacha. Eso hice, y mientras buscaba a tientas en el bolsillo, empezó una pelea en la oscuridad, a la altura de mis rodillas, completamente silenciosa por parte de ella y con los mismos arrullos peculiares por parte de los morlocks. Unas manitas blandas trepaban despacio por mi chaqueta y mi espalda, e incluso me tocaron el cuello. Entonces rasqué y se encendió la cerilla. La sostuve en lo alto y vi que las espaldas blancas de los morlocks huían entre los árboles. Rápidamente saqué un trozo de alcanfor del bolsillo y me preparé para encenderlo en cuanto la cerilla empezara a menguar. Entonces miré a Weena. Yacía agarrada a mis pies, casi inmóvil, con la cara pegada al suelo. De repente me asusté y me incliné hacia ella. Me dio la impresión de que apenas respiraba. Encendí el bloque de alcanfor y lo arrojé al suelo, y cuando chisporroteó y brilló y repelió a los morlocks y a las sombras, me arrodillé y la levanté. ¡Detrás de nosotros el bosque parecía lleno del bullicio y el murmullo de una gran multitud!

»Weena parecía haberse desmayado. Me la subí con cuidado al hombro y me levanté para seguir avanzando, y entonces me di cuenta de algo horrible. Mientras maniobraba con las cerillas y Weena, me había dado la vuelta varias veces, y ahora no tenía la menor idea de en qué dirección debía continuar. Por lo que sabía, podríamos estar dirigiéndonos otra vez hacia el Palacio de Porcelana Verde. Me inundó un sudor frío. Tenía que pensar rápidamente qué hacer. Decidí encender un fuego y acampar donde estábamos. Dejé a Weena, aún inmóvil, sobre un tronco cubierto de hierba, y me apresuré a recoger palitos y hojas, ya que el primer trozo de alcanfor se estaba gastando. En la oscuridad que me rodeaba, los ojos de los morlocks brillaban como carbúnculos.

»El alcanfor parpadeó y se apagó. Encendí una cerilla y dos figuras blancas que se habían aproximado a Weena huyeron disparadas. Una de ellas estaba tan cegada por la luz que vino directa hacia mí y noté el crujido de sus huesos al golpearla con el puño. Soltó un grito consternado, se tambaleó un poco y cayó. Encendí otro trozo de alcanfor y seguí preparando la hoguera. En ese momento me percaté de lo seco que estaba parte del follaje por encima de mi cabeza, pues desde mi llegada con la máquina del tiempo, hacía ya una semana, no había llovido nada, así que en vez de buscar ramitas caídas entre los árboles, empecé a dar saltos y a arrancar ramas. No tardé en conseguir un fuego asfixiante y humeante de madera verde y palitos secos, que me permitía ahorrar alcanfor. Entonces me volví hacia Weena, que estaba tendida junto a mi palanca de hierro. Hice lo que pude por revivirla, pero yacía como muerta. Ni siquiera estaba seguro de si respiraba o no.

»Ahora, el humo del fuego se aproximaba hacia mí y creo que me envolvió en una pesadez repentina. Además, el vapor del alcanfor llenaba el aire. Como no necesitaría avivar el fuego en una hora y me sentía agotado tras el esfuerzo, me senté. El bosque estaba invadido por un murmullo amortiguado que no comprendía. Creo que eché una cabezada y volví a abrir los ojos. Estaba todo oscuro, y los morlocks me manoseaban. Zafándome de sus dedos, me metí rápidamente la mano en el bolsillo en busca de la caja de cerillas y… ¡había desaparecido! Entonces me agarraron y volvieron a abalanzarse sobre mí. En un instante supe lo que había sucedido. Me había quedado dormido y el fuego se había apagado. La amargura de la muerte me invadió el alma. Todo el bosque parecía oler a madera ardiendo. Me agarraron del pescuezo, del pelo, de los brazos, y tiraron hacia abajo. La horrible sensación de tener todas esas criaturas blandas amontonadas encima de mí en la oscuridad resulta indescriptible. Era como estar en la tela de una araña monstruosa. Me derribaron y caí. Noté que unos dientecitos me mordisqueaban el cuello. Me volví, y al hacerlo mi mano se encontró con la palanca de hierro. Eso me dio fuerzas. Me esforcé por levantarme, zafándome de las ratas humanas, y, agarrando la barra por un extremo, les aticé donde me parecía que debían de estar sus caras. Sentí que la carne y el hueso cedían bajo mis golpes, y quedé libre por un instante.

»El extraño júbilo que a menudo acompaña a la lucha encarnizada se apoderó de mí. Sabía que tanto Weena como yo estábamos perdidos, pero decidí hacer pagar a los morlocks por la carne que comían. Me apoyé de espaldas contra un árbol, balanceando la barra de hierro ante mí. En el bosque entero se oían su agitación y sus gritos. Transcurrió un minuto. Sus voces parecieron alzarse y volverse más agudas por la excitación, y sus movimientos, más rápidos, pero no se me acercaba ninguno. Seguí mirando fijamente la oscuridad, hasta que de repente concebí una esperanza. ¿Y si los morlocks tenían miedo? Acto seguido ocurrió algo extraño. La oscuridad pareció iluminarse. Empecé a vislumbrar a los morlocks que me rodeaban, tres de ellos aporreados a mis pies, y entonces me di cuenta, incrédulo y sorprendido, de que los demás salían corriendo de detrás de mí, en un flujo incesante, adentrándose en el bosque que quedaba delante. Y ya no tenían las espaldas blancas, sino que parecían rojizas. Mientras seguía boquiabierto, vi una chispita que recorría un espacio iluminado por las estrellas entre las ramas, para luego desvanecerse. Así comprendí el olor de madera quemada, el murmullo amortiguado que se estaba convirtiendo en estruendo racheado, el brillo rojo y la huida de los morlocks.

»Salí de detrás del árbol y, al volver la vista, vi, a través de las columnas negras de los árboles más próximos, las llamas del bosque ardiendo. Era mi primer fuego, que me perseguía. Entonces miré hacia Weena, pero había desaparecido. Los silbidos y crujidos que oía detrás de mí y las explosiones sordas de los árboles que estallaban en llamas me dejaban poco tiempo para pensar. Con la barra de hierro aún preparada, rastreé el camino de los morlocks. Las llamas me seguían de cerca. Hubo un momento que avanzaron tan rápido por la derecha que me adelantaron y tuve que desviarme hacia la izquierda. Acabé saliendo a un pequeño espacio abierto, y en aquel momento un morlock se me acercó dando tumbos, me dejó atrás y ¡continuó derecho hasta el fuego!

»Entonces vi lo más extraño y horrible, me parece, de todo lo que contemplé en aquella época futura. El espacio entero brillaba como el día con el reflejo del fuego. En el centro había una loma o un túmulo, rematado por un espino chamuscado. Detrás ardía otra parte del bosque, donde se retorcían las lenguas de fuego amarillas formando una valla incandescente. En la ladera había treinta o cuarenta morlocks, deslumbrados por la luz y el calor, que iban chocando unos con otros con gran desconcierto. Al principio no me percaté de su ceguera y, enloquecido por el miedo, los golpeaba furiosamente con mi palanca cuando se me acercaban; maté a uno y lisié a unos cuantos más. Pero tras observar los gestos de uno de ellos, que se movía bajo el espino recortado contra el cielo rojo, y oír sus gemidos, me convencí de su indefensión y sufrimiento absolutos ante el resplandor, así que dejé de pegarles.

»Pero todavía se me acercaba alguno, y yo lo esquivaba rápidamente, movido por el horror y la agitación que desencadenaban en mí. Llegó un momento en que las llamas menguaron un tanto, y temí que las repugnantes criaturas pudieran verme. Me planteé incluso comenzar la pelea matando a unos cuantos antes de que eso ocurriera, pero el fuego volvió a arder intensamente y no moví la mano. Recorrí la colina entre ellos, evitándolos, buscando el rastro de Weena. Pero Weena había desaparecido.

»Acabé sentándome en la cima de la loma, observando aquel conjunto increíble y extraño de seres ciegos que deambulaban de un lado a otro y se comunicaban con ruidos raros, mientras el resplandor del fuego los dominaba. La espiral de humo surcaba el cielo, y entre los jirones desperdigados de esa bóveda roja brillaban las estrellitas, lejanas como si pertenecieran a otro universo. Dos o tres morlocks se me acercaron dando tumbos, y los aparté a puñetazos, temblando.

»Pasé la mayor parte de aquella noche convencido de que era una pesadilla. Me mordía y gritaba movido por el intenso deseo de despertar. Golpeé el suelo con las manos, me levanté y volví a sentarme, deambulé de un lado a otro y me senté otra vez. Acababa frotándome los ojos y pidiéndole a Dios que me dejara despertarme. En tres ocasiones vi a los morlocks agachar las cabezas, atormentados, y correr a meterse en las llamas. Pero, al final, por encima del rojo decreciente del fuego, de las masas arremolinadas de humo negro, de los tocones blanqueados y ennegrecidos y de las cada vez menos numerosas criaturas pálidas, llegó la luz blanca del día.

»Volví a buscar rastros de Weena, sin hallar ninguno. Me quedó claro que habían dejado su pobre cuerpecito en el bosque. No puedo describir el alivio que sentí al pensar que había escapado al espantoso destino que parecía esperarle. Mientras pensaba en eso, me sentí impelido a iniciar una masacre de las abominaciones indefensas que me rodeaban, pero me contuve. La loma, como he comentado, era una especie de isla en medio del bosque. Desde la cima veía, a través de la nube de humo, el Palacio de Porcelana Verde, y desde allí podía orientarme hacia la Esfinge Blanca. Entonces, dejando atrás los restos de aquellas almas malditas que seguían yendo y viniendo y quejándose mientras clareaba el día, me até un poco de hierba alrededor de los pies y me fui, cojeando entre cenizas humeantes y troncos negros, que aún palpitaban con el fuego, hacia el escondite de la máquina del tiempo. Caminaba despacio, pues estaba casi derrotado, y además cojeaba, y me sentía tremendamente desgraciado por la horrible muerte de la pequeña Weena. Me parecía una calamidad abrumadora. Ahora, en esta vieja y conocida habitación, parece la pena de un sueño más que una pérdida real, pero aquella mañana volví a sentirme absoluta y terriblemente solo. Empecé a pensar en mi casa, en mi chimenea, en algunos de ustedes, y con estos pensamientos me asaltó una añoranza dolorosa.

»Pero, mientras pisoteaba las cenizas humeantes bajo la luz brillante de la mañana, hice un descubrimiento. En el bolsillo del pantalón aún había algunas cerillas sueltas. La caja debió de volcarse antes de perderse.

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