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—Ya les he hablado del malestar y la confusión que acompañan al viaje en el tiempo. Y esta vez no iba bien sentado en la silla, sino ladeado y colocado de un modo inestable. Durante un tiempo indefinido me aferré a la máquina mientras se balanceaba y vibraba, sin fijarme en el trecho que recorría, y cuando volví a mirar los indicadores quedé asombrado de dónde había llegado. Uno de los indicadores registra días; otro, miles de días; otro, millones de días, y otro, miles de millones. En vez de retroceder con las palancas las había empujado para avanzar, y cuando volví a mirar estos indicadores descubrí que la manecilla de los miles giraba tan rápido como la de los segundos en un reloj… hacia el futuro.

»A medida que avanzaba, un cambio peculiar iba apoderándose del aspecto de las cosas. El gris palpitante se volvió más oscuro; entonces —aunque todavía viajaba a una velocidad prodigiosa— la sucesión intermitente del día y de la noche, que solía indicar un ritmo más pausado, se reanudó y se hizo cada vez más marcada. Al principio me sorprendió mucho. Las alternancias del día y la noche se hicieron cada vez más lentas, igual que el recorrido del sol por el cielo, hasta que parecieron alargarse durante siglos. Al fin, un crepúsculo constante se cernió sobre la Tierra, un crepúsculo solo interrumpido alguna que otra vez cuando un cometa resplandecía por el cielo oscurecido. La franja de luz que antes señalaba el sol hacía tiempo que había desaparecido, pues el sol había dejado de ponerse: tan solo se alzaba y caía por el oeste, y se iba volviendo más ancho y rojo. Todo rastro de la luna había desaparecido. La corona de estrellas, cada vez más lenta, había dado lugar a puntos de luz progresivos. Al fin, poco antes de que yo parara, el sol, rojo y muy grande, se detuvo inmóvil en el horizonte, como una cúpula gigante que brillaba con un calor tenue, y de vez en cuando desaparecía brevemente. Llegó un momento en que volvió a brillar con más intensidad, pero no tardó en regresar al calor rojo y sombrío. Con esta ralentización de la salida y la puesta del sol comprendí que el arrastre planetario había finalizado. La Tierra se había posado con una cara mirando hacia el Sol, aunque en nuestra época la Luna da a la Tierra. Con mucho cuidado, pues recordaba que antes había caído de cabeza, empecé a revertir el movimiento. Las manillas fueron perdiendo velocidad hasta que la de los miles parecía inmóvil y la del día ya no marcaba un mero vaho en la escala. Fui aminorando hasta que los débiles contornos de una playa desierta se hicieron más visibles.

»Me detuve con suma delicadeza y permanecí sentado en la máquina del tiempo, mirando a mi alrededor. El cielo ya no era azul. Hacia el noreste era negro como la tinta, y en la oscuridad brillaban intensa y constantemente las estrellas de un blanco pálido. Por encima de mi cabeza el cielo era de un rojo oscuro sin estrellas, y hacia el sureste brillaba hasta alcanzar un escarlata intenso; allí, recortado en el horizonte, se hallaba el disco enorme del sol, rojo e inmóvil. A mi alrededor las piedras eran de un tono rojizo chillón, y el único rastro de vida que detecté al principio fue la vegetación, muy verde, que cubría todas las zonas prominentes por el lado que daba al sureste. Era el mismo verde intenso que se ve en el musgo del bosque o en los líquenes de las cuevas: plantas que como estas crecen en un crepúsculo eterno.

»La máquina se encontraba sobre una playa en pendiente. El mar se extendía hacia el suroeste, alzándose hacia un horizonte brillante y cerrado contra el cielo pálido. No había olas, ni grandes ni pequeñas, ya que no corría la más leve brisa. Solo una ondulación aceitosa se alzaba y hundía como una respiración leve, y demostraba que el mar eterno aún se movía y seguía vivo. En el lado donde a veces rompía el agua había una gruesa capa de sal incrustada, rosa bajo el cielo desvaído. Notaba una opresión en la cabeza, y me fijé en que respiraba muy rápido. La sensación me recordó a mi única experiencia de montañismo, y a partir de ahí determiné que el aire estaba mucho más enrarecido que ahora.

»En lo alto de la cuesta desierta oí un grito discordante, y vi una especie de mariposa blanca gigante que se inclinaba y revoloteaba hacia el cielo, hasta desaparecer por encima de unas lomas bajas a lo lejos. El ruido de su voz era tan sombrío que me estremecí y me senté más firme en la máquina. Volví a mirar lo que me rodeaba y vi que, bastante cerca, lo que pensaba que era una masa rojiza de roca se me acercaba lentamente. Entonces vi que en realidad se trataba de una criatura monstruosa parecida a un cangrejo. ¿Se imaginan un cangrejo tan grande como esa mesa de allá, con múltiples patas que se mueven lentas y vacilantes, unas pinzas descomunales que se balancean, unas antenas largas como látigos de carretero, que se agitan y palpan, y unos ojos protuberantes que brillan a cada lado de su frente metálica? Tenía la espalda ondulada y decorada con tachones irregulares, y el cuerpo salpicado de incrustaciones verdosas. Veía los abundantes palpos de su complicada boca, que parpadeaban y tanteaban al moverse.

»Mientras miraba esa aparición siniestra que se arrastraba hacia mí, sentí un cosquilleo en la mejilla, como si una mosca se hubiera posado en ella. La aparté con la mano, pero al cabo de un instante había vuelto, y casi de inmediato se me acercó otra al oído. Conseguí atrapar algo que tenía hilos, pero se escabulló rápidamente de mi mano. Con una aprensión espantosa, me volví y vi que había agarrado la antena de otro cangrejo monstruoso que estaba justo detrás de mí. Sus ojos malvados se movían en sus órbitas, su boca mostraba un enorme apetito, y sus enormes pinzas bamboleantes, cubiertas de algas viscosas, se abatían sobre mí. En un instante tenía la mano en la palanca, y había puesto un mes entre esos monstruos y yo. Pero seguía en la misma playa, y los vi claramente en cuanto me detuve. Decenas de ellos se arrastraban por todas partes, bajo la luz sombría, entre las capas frondosas de verde intenso.

»No puedo transmitir la sensación de desolación abominable que se cernía sobre el mundo. El cielo rojo a poniente, la negrura hacia el norte, el salado Mar Muerto, la playa de guijarros repleta de estos monstruos asquerosos que se movían tan despacio, el verde uniforme y de aspecto venenoso de las plantas como líquenes, el aire fino que oprimía los pulmones; todo contribuía a crear un efecto devastador. Avancé cien años más, y allí seguía el mismo sol rojo, un poco más grande, un poco más apagado, el mismo mar mortecino y el mismo aire helado, y la misma multitud de crustáceos terrestres se arrastraba saliendo de entre las algas verdes y las rocas rojas. Y en el cielo, hacia el oeste, vi una línea pálida y curva, como una enorme luna nueva.

»Viajé, parando de vez en cuando, en grandes etapas de más de mil años, atraído por el misterio del destino de la Tierra, observando con una fascinación extraña cómo el sol crecía y disminuía en el cielo hacia el oeste, y la vida de la antigua Tierra se iba consumiendo. Al fin, dentro de más de treinta millones de años, la enorme cúpula al rojo vivo del sol había llegado a ocultar casi una décima parte de los cielos oscuros. Entonces me detuve una vez más, pues la multitud de cangrejos que se arrastraban había desaparecido, y la playa, toda roja a excepción del verde lívido de hepáticas y líquenes, parecía inerte. Y ahora estaba salpicada de blanco. Me invadió un frío glacial. Unos pocos copos blancos descendían arremolinándose una y otra vez. Hacia el noreste, la nieve brillaba bajo la luz de las estrellas del cielo azabache, y veía una cresta ondulada de montículos de un blanco rosado. En la orilla del mar había un ribete de hielo, y masas a la deriva más adentro, pero en su mayor parte, la extensión de aquel océano salado, sanguinolenta bajo el eterno atardecer, seguía sin congelarse.

»Miré a mi alrededor para ver si quedaban rastros de vida animal. Una aprensión indefinible me mantenía en el asiento de la máquina. Pero no vi nada que se moviera, por tierra, mar o aire. La sustancia viscosa y verdosa de las rocas bastaba para demostrar que no se había extinguido la vida. En el mar había aparecido un banco de arena, y el agua se había retirado de la playa. Me pareció ver un objeto negro aleteando en el banco, pero se quedó inmóvil al mirarlo, y me imaginé que la vista me había engañado y que el objeto negro no era más que una roca. Las estrellas brillaban intensamente en el cielo y creo que titilaban muy poco.

»De repente me percaté de que el contorno circular del sol había cambiado en el lado del oeste, de que en la curva había aparecido una concavidad, una bahía. Y vi que crecía. Permanecí puede que un minuto mirando horrorizado esta negrura que se cernía sobre el día, y luego me di cuenta de que empezaba un eclipse. O la Luna o el planeta Mercurio atravesaban el disco solar. Naturalmente, al principio pensé que era la Luna, pero tengo muchos motivos para inclinarme a pensar que lo que realmente vi fue el tránsito de un planeta interior que pasaba muy cerca de la Tierra.

»La oscuridad crecía a pasos agigantados; comenzaron a soplar unas ráfagas refrescantes de viento frío, procedentes del este, y aumentó la lluvia de copos blancos en el aire. De la orilla del mar llegó una ola y un susurro. Aparte de estos ruidos, el mundo estaba silencioso. ¿Silencioso? Resultaría difícil transmitir su quietud. Todos los ruidos del hombre, el balido de las ovejas, los reclamos de los pájaros, el zumbido de los insectos, el bullicio que compone la música de fondo de nuestras vidas, todo aquello había terminado. A medida que se espesaba la oscuridad, los copos arremolinados se volvieron más abundantes, bailando ante mis ojos, y el frío del aire, más intenso. Al fin, uno a uno, rápidamente, uno tras otro, los picos blancos de las colinas lejanas se desvanecieron en la oscuridad. La brisa se convirtió en un viento gimiente. Vi la sombra negra central del eclipse extendiéndose hacia mí. Al cabo de un instante solo se veían las estrellas pálidas. Todo lo demás era oscuridad, sin un solo rayo de luz. El cielo estaba absolutamente negro.

»Me invadió el horror ante aquella oscuridad enorme. El frío, que me calaba hasta la médula, y el dolor que sentía al respirar se apoderaron de mí. Me estremecí y me invadió una náusea mortal. Entonces el borde del sol apareció como un arco al rojo vivo en el cielo. Me bajé de la máquina para recuperarme. Me notaba mareado e incapaz de enfrentarme al viaje de vuelta. Así, mareado y confuso, volví a ver a la criatura moviéndose en el bajío —ya no me cabía duda de que se trataba de una criatura— recortada contra el agua roja del mar. Era una cosa redonda, puede que del tamaño de una pelota o puede que más grande, de la que salían arrastrándose unos tentáculos; parecía negra en contraste con el agua farragosa y sanguinolenta, y saltaba a intervalos por ella. Sentí que me desmayaba, pero un temor horrible a quedarme indefenso en aquel crepúsculo remoto y atroz me animó mientras me encaramaba a la silla.

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