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—Mientras me hallaba reflexionando sobre ese triunfo demasiado perfecto del hombre, la luna llena, amarilla y gibosa, salió de la luz plateada que desbordaba por el noreste. Las figuritas brillantes dejaron de moverse allí abajo, un búho silencioso pasó revoloteando, y el frescor de la noche me hizo estremecerme. Decidí bajar y averiguar dónde podía dormir.

»Busqué el edificio que conocía. Entonces mi mirada recorrió la figura de la Esfinge Blanca sobre el pedestal de bronce, que se destacaba más al salir la luna brillante. Veía el abedul plateado delante de ella. Allí estaban la maraña de rododendros, negros bajo la luz pálida, y el pequeño manto de césped. Volví a mirar. Una duda extraña enfrió mi autocomplacencia. “No —me dije categóricamente—, ese no era el césped”.

»Pero lo era, pues el rostro blanco y leproso de la esfinge estaba orientado hacia él. ¿Se imaginan lo que sentí al darme cuenta? No, no pueden. ¡La máquina del tiempo había desaparecido!

»Enseguida me asaltó, como un latigazo en la cara, el temor de perderme mi propia época, de quedarme indefenso en ese mundo nuevo y extraño. La sola idea me producía una sensación física. Notaba que me agarraba el cuello y no me dejaba respirar. Luego me entró miedo y eché a correr dando grandes zancadas por la ladera. Me caí y me hice un corte en la cara, pero no perdí el tiempo en contener la sangre, sino que me puse en pie de un salto y seguí corriendo, mientras un hilo cálido me resbalaba por la mejilla y la barbilla.

»Sin dejar de correr, me iba diciendo: “La han movido un poco, la han metido bajo los arbustos para apartarla del camino”. No obstante, corría con todas mis fuerzas. Con la certeza que a veces acompaña a un temor excesivo, sabía que esa convicción era ridícula, sabía instintivamente que se habían llevado la máquina donde yo no pudiera encontrarla. Me costaba respirar. Creo que cubrí la distancia entre la cima de la colina y el trozo de césped, que debían de ser tres kilómetros, en diez minutos. Y no soy un hombre joven. Mientras corría maldije en voz alta la insensatez de haberme fijado y de haber dejado la máquina allí, solo para malgastar aire. Grité muy fuerte, pero nadie respondió. Ninguna de aquellas criaturas parecía moverse en aquel mundo iluminado por la luna.

»Cuando regresé al césped se confirmaron mis peores temores. No se veía ni rastro de la máquina. Sentí debilidad y frío al encontrarme con el espacio vacío entre la maraña negra de arbustos. Lo recorrí frenéticamente, como si la máquina pudiera estar escondida en una esquina, hasta que me detuve de repente y me agarré el pelo con las manos. Por encima de mí se alzaba la esfinge en su pedestal de bronce: blanca, brillante, leprosa a la luz de la luna que salía. Parecía sonreír burlándose de mi desgracia.

»Podría haberme consolado pensando que las personitas habían puesto el mecanismo a buen recaudo, si no hubiera estado convencido de su incapacidad física e intelectual. Eso era lo que me inquietaba: la sensación de que existía algún poder hasta entonces insospechado, cuya intervención había hecho desaparecer mi invento. No obstante, de algo estaba seguro: a no ser que alguien de otra época hubiera fabricado un duplicado exacto, la máquina no podía haberse desplazado en el tiempo. El sistema de acoplamiento de las palancas —más tarde les enseñaré el método— impedía que pudieran manipularla con ese fin una vez extraídas. La habían movido, estaba escondida solamente en el espacio. Si así era, ¿dónde podía estar?

»Debí de sumirme en una especie de frenesí. Recuerdo que corrí furiosamente entre los arbustos iluminados por la luna rodeando la esfinge y asusté a un animal blanco que, bajo la luz tenue, me pareció que era un ciervo pequeño. Recuerdo también que, más tarde, aquella misma noche, golpeé los arbustos con los puños cerrados hasta que me corté en los nudillos con las ramitas quebradas y empecé a sangrar. Luego, sollozando y delirando a causa de la angustia, bajé hasta el enorme edificio de piedra. El salón grande estaba a oscuras, silencioso y desierto. Resbalé en el suelo irregular y al caer me di un golpe contra una de las mesas de malaquita; por poco me rompo la espinilla. Encendí una cerilla y continué más allá de las cortinas polvorientas de las que les he hablado.

»Allí hallé un segundo salón grande cubierto de cojines, sobre los cuales dormían tal vez una veintena de personitas. No me cabe duda de que mi segunda aparición les resultó bastante extraña, pues surgí de repente de la oscuridad silenciosa emitiendo ruidos inarticulados y acompañado por el chisporroteo y el destello de una cerilla, cuya existencia habían olvidado.

»—¿Dónde está mi máquina del tiempo? —empecé, berreando como un niño enfadado, poniéndoles las manos encima y sacudiéndolos a todos. Debió de resultarles muy extraño. Algunos se reían, pero la mayoría parecían muy asustados. Cuando los vi de pie, rodeándome, me di cuenta de que tratar de reavivar la sensación de miedo era lo más estúpido que podría haber hecho dadas las circunstancias, porque, teniendo en cuenta su comportamiento durante el día, me planteé que el miedo también debía de estar olvidado.

»Bruscamente, apagué la cerilla, y, haciendo caer a una de las personitas a mi paso, atravesé otra vez el comedor dando tumbos y salí a la luz de la luna. Oí gritos de terror y ligeras pisadas corriendo y tropezando aquí y allá. No recuerdo todo lo que hice mientras la luna se deslizaba por el cielo. Supongo que fue la inesperada naturaleza de mi pérdida lo que me volvió loco. Me sentía completamente aislado de mi propia especie, como un animal extraño en un mundo desconocido. Debí de ir delirando de un lado a otro, gritando y llorando por Dios y el destino. Recuerdo que sentí una fatiga horrible a medida que avanzaba la larga noche de desesperación; que miré en uno u otro lugar imposible; que busqué entre ruinas iluminadas por la luna y toqué a criaturas extrañas en las sombras negras, hasta que acabé dejándome caer en la tierra cerca de la esfinge, llorando de desdicha absoluta. No me quedaba nada salvo el sufrimiento. Por fin me quedé dormido, y cuando me desperté era de día, y una pareja de gorriones saltaba a mi alrededor en el césped, al alcance de mi mano.

»Me incorporé en la frescura de la mañana, intentado recordar cómo había llegado hasta allí y por qué me invadía una sensación profunda de abandono y desesperación. Entonces vi las cosas claras. A la luz clara y razonable del día podía abordar mi situación con imparcialidad. Veía la locura desenfrenada de mi frenesí nocturno y podía razonar conmigo mismo. “Ponte en lo peor —me dije—. Imagina que la máquina se ha perdido, que la han destruido. Debo mostrarme tranquilo y paciente y averiguar cómo es la gente para hacerme una idea clara de cómo se perdió mi máquina, y descubrir dónde conseguir materiales y herramientas; al fin y al cabo, quizá podría construir otra”. Esa sería mi única esperanza; puede que fuera una esperanza débil, pero era mejor que la desesperación. A fin de cuentas, aquel era un mundo bonito y curioso.

»Lo más probable es que se hubieran llevado la máquina a otro sitio. Aun así, debía permanecer tranquilo y paciente, hallar su escondite y recuperarla mediante la fuerza o la astucia. Tras decidir todo aquello me puse en pie y miré alrededor, preguntándome dónde podría bañarme. Estaba exhausto, entumecido y sucio por el viaje. La frescura de la mañana me hacía desear refrescarme también. No podía lamentarme más. De hecho, mientras me enfrascaba en mis asuntos, ya me cuestionaba la excitación intensa de la noche anterior. Analicé con cuidado el terreno que rodeaba el manto de césped. Perdí el tiempo inútilmente haciendo preguntas, que transmití tan bien como pude, a las personitas que pasaban. Ninguno logró entender mis gestos, algunos se quedaban impasibles sin más, otros pensaban que era una broma y se reían de mí. Me costó muchísimo mantener las manos apartadas de sus bonitos rostros risueños. Era un impulso estúpido, pero costaba refrenar al diablo nacido del miedo y la ira ciega que seguía dispuesto a aprovecharse de mi perplejidad. El césped me resultó mejor consejero. Detecté un surco marcado en él, a mitad de camino entre el pedestal de la esfinge y las huellas de mis pies donde, al llegar, forcejeé con la máquina volcada. Había otras señales de que se la habían llevado, como unas extrañas huellas estrechas, parecidas, me dio la impresión, a las que dejaría un perezoso. Eso hizo que mi atención se fijara en el pedestal. Era, como creo haber dicho, de bronce. No era un bloque sin más, sino que estaba muy ornamentado con paneles con marcos muy pronunciados a cada lado. Me acerqué y les di unos golpes. El pedestal estaba hueco. Examinando los paneles con cuidado vi que no coincidían con todos los marcos. No había ni picaportes ni cerraduras, pero probablemente los paneles, si eran las puertas que me imaginaba, se abrían desde dentro. Una cosa me quedó muy clara: no me costó mucho esfuerzo inferir que la máquina del tiempo estaba dentro del pedestal. Cómo había llegado hasta allí era un problema distinto.

»Vi las cabezas de dos personas vestidas de naranja aproximándose a través de los arbustos por debajo de unos manzanos cubiertos de flores. Me volví sonriéndoles y les hice señas para que se acercaran más. Vinieron, y entonces, señalando el pedestal de bronce, intenté darles a entender mi deseo de abrirlo, pero tras el primer gesto que esbocé para comunicarlo, se comportaron de un modo muy extraño. No sé cómo transmitirles su expresión. Imagínense que hicieran un gesto extremadamente grosero ante una mujer muy fina, la expresión de aquellas personas era como la cara que ella pondría. Se marcharon como si hubieran recibido el peor insulto del mundo. A continuación lo intenté con un tipo de aspecto dulce vestido de blanco, con idénticos resultados. De alguna manera, su comportamiento hizo que me avergonzara de mí mismo. Aun así, como saben, yo quería la máquina del tiempo, e insistí. Cuando aquel tipo se marchó como los demás, perdí los estribos. Lo alcancé en tres zancadas, lo agarré por la parte suelta del traje en torno al cuello y comencé a arrastrarlo hacia la esfinge. Entonces vi el horror y la repugnancia en su rostro y lo solté de repente.

»Sin embargo, aún no me habían derrotado. Golpeé los paneles de bronce con el puño y me pareció oír que algo se movía dentro —en concreto, me pareció oír una especie de risita—, pero supongo que me equivoqué. Entonces cogí una piedra grande del río, me acerqué y me dediqué a golpear uno de los paneles hasta aplanar un adorno en forma de espiral, lo que hizo caer el verdín en laminillas de polvo. Aunque debían de haber oído mis golpes racheados a un kilómetro a la redondea, ninguna de las delicadas personitas se me acercó. Vi a una multitud en las laderas, mirándome furtivamente. Al final, acalorado y agotado, me senté para vigilar el lugar, pero estaba demasiado inquieto para vigilar durante mucho rato, y soy demasiado occidental para soportar una guardia larga: podría trabajar en un problema durante años, pero esperar inactivo durante veinticuatro horas ya es otra cuestión.

»Me levanté al cabo de un rato y empecé otra vez a caminar sin rumbo fijo por los arbustos hacia la colina. “Paciencia —me dije—. Si quieres recuperar la máquina debes dejar en paz a la esfinge. Si quieren quitarte la máquina, no ayudas nada destrozando sus paneles de bronce, y si no, la recuperarás en cuanto puedas pedirla. Es inútil quedarte sentado entre tantas cosas desconocidas ante un enigma semejante. Así solo caerás en la monomanía. Enfréntate a este mundo. Aprende cómo funciona, obsérvalo, no te apresures en hacer suposiciones sobre su significado. Al final hallarás soluciones para todo”. Entonces, de repente, reparé en lo cómica que era la situación: pensé en los años que había pasado estudiando y esforzándome por acceder a la edad futura, y la pasión con la que ahora ansiaba salir de ella. Me había metido en la trampa más complicada e imposible jamás diseñada por el hombre. Aunque yo era el único responsable de lo sucedido, no pude evitarlo, y me reí en voz alta.

»Cuando entré en el gran palacio me pareció que la gente pequeña me evitaba. Puede que fuera una impresión, o puede que tuviera algo que ver con los golpes que había propinado a las puertas de bronce. El hecho es que estaba bastante seguro de que me evitaban. Procuraba, no obstante, no mostrar preocupación, y me abstuve de perseguirlos; y al cabo de uno o dos días las cosas volvieron a ser como antes. Avancé lo que pude con el idioma, y además exploré un poco aquí y allá. Puede que me perdiera algún elemento sutil o que su idioma fuera demasiado sencillo, ya que estaba compuesto casi por entero de sustantivos y verbos. No parecía que hubiera muchos términos abstractos, si es que había alguno, y apenas se empleaba el lenguaje figurativo. Sus frases solían ser simples y constar de dos palabras, y yo no lograba transmitir o comprender nada más que las proposiciones más sencillas. Decidí relegar mi máquina del tiempo y el misterio de las puertas de bronce bajo la esfinge todo lo posible en la memoria, hasta que a fuerza de aprender pudiera volver a ellos de manera natural. Pero, como comprenderán, una sensación vaga me retenía en un círculo de escasos kilómetros en torno al punto de llegada.

»Por lo que veía, todo aquel mundo mostraba la misma riqueza exuberante del valle del Támesis. Desde cada colina a la que subía veía idéntica abundancia de edificios espléndidos, de una variedad interminable de materiales y estilos, los mismos matorrales espesos de hoja perenne, los mismos árboles y helechos arborescentes cargados de flores. Aquí y allá el agua brillaba como la plata, y a lo lejos la tierra se alzaba formando colinas azules ondulantes, fundiéndose con la serenidad del cielo. Un elemento peculiar, que en ese momento atrajo mi atención, era la presencia de ciertos pozos circulares, unos cuantos, al parecer, y de gran profundidad. Había uno junto al camino que recorrí en mi primera caminata hacia la colina. Como los demás, tenía los bordes de bronce, trabajado de un modo curioso, y una cúpula pequeña que lo protegía de la lluvia. Cuando me senté en el borde de estos pozos, miré hacia el hueco oscuro pero no vi el brillo del agua, ni logré ningún reflejo con una cerilla encendida. Pero en todos ellos oía ruido, un ruido sordo, como la vibración de un motor muy grande, y descubrí, al encender las cerillas, que por ellos bajaba una corriente constante de aire. Además, arrojé un trocito de papel por uno, y en vez de revolotear lentamente hacia abajo, el pozo no tardó en engullirlo.

»Al cabo de un tiempo logré conectar estos pozos con unas torres altas que había repartidas por las colinas, porque por encima de ellas solía correr un levísimo aire, como la brisa que en un día cálido corre sobre una playa abrasada por el sol. Atando cabos, llegué a convencerme de que se trataba de un extenso sistema de ventilación subterránea, cuyo valor real costaba imaginar. Al principio me sentí inclinado a asociarlo con el sistema sanitario de aquella gente. Era una conclusión evidente, pero totalmente errónea.

»Ahora debo admitir que aprendí muy poco de desagües, campanas, modos de transporte y equipamientos similares durante el tiempo que pasé en ese futuro real. En algunas de las visiones y utopías de tiempos venideros que he leído, se explican con todo detalle las construcciones, las relaciones sociales y este tipo de cosas. Pero aunque resulta fácil obtener tales detalles cuando el mundo entero está contenido en la imaginación de uno, estos son complemente inaccesibles para un viajero real inmerso en realidades como las que encontré. ¡Imagínense la descripción de Londres que un negro, recién llegado del África Central, ofrecería a su tribu! ¿Qué sabría él de compañías de ferrocarril, de movimientos sociales, de cables de teléfono y telégrafo, de la empresa de entrega de paquetes, de giros postales y demás ? Pero nosotros, al menos, ¡estaríamos dispuestos a explicárselas! Y a pesar de lo que él supiera, ¿qué podría hacerle entender o lograr que se creyera su amigo, que no había viajado? ¡Piensen, entonces, en lo mucho que se asemejan un negro y un hombre blanco de nuestra época, y en el tiempo transcurrido entre las gentes de la Edad de Oro y yo mismo!

»En cuanto a las sepulturas, por ejemplo, no veía señales de cremación ni nada que indicara que hubiera tumbas, pero pensé que debía de haber cementerios (o crematorios) en algún punto más allá del alcance de mis exploraciones. Esta era otra de las preguntas que me planteaba, y mi curiosidad por este tema se vio en principio frustrada. La cuestión me tenía intrigado y me condujo a nueva observación, que aún me sorprendió más: la de que no había ni ancianos ni enfermos entre estas gentes.

»Debo confesar que la satisfacción que experimenté con mis primeras teorías sobre una civilización automática y una humanidad en decadencia no duró mucho, pero no se me ocurría ninguna otra. Déjenme que les plantee mis dificultades. Los grandes palacios que había explorado no eran más que espacios para vivir, con espaciosos comedores y apartamentos para dormir. No encontraba ni maquinaria ni aparatos de ninguna clase, sin embargo estas gentes iban vestidas con telas agradables que seguro que a veces había que renovar, y sus sandalias, aunque poco decoradas, eran muestras bastante complejas del trabajo del metal. Esas cosas tienen que hacerse de alguna manera, y las personitas no parecían conservar ninguna tendencia creativa. No había tiendas, ni talleres, ni nada que indicara que importaban productos. Se pasaban todo el tiempo jugando delicadamente, bañándose en el río, flirteando medio juguetones, comiendo fruta y durmiendo. No veía cómo se mantenían en funcionamiento las cosas.

»Pero volvamos a la máquina del tiempo: algo, no sabía el qué, la había metido en el pedestal hueco de la Esfinge Blanca. ¿Por qué? No tenía ni idea de por qué. Y tampoco sabía qué significaban esos pozos sin agua, esas columnas que parecían parpadear. Me parecía que me faltaba información. Me sentía… ¿cómo expresarlo? Imagínense que hallan una inscripción salpicada de frases completamente comprensibles, con otras frases intercaladas con palabras, y letras incluso, absolutamente desconocidas para ustedes. Pues bien, en el tercer día de mi visita, ¡así se me presentaba el mundo del año 802 701!

»Ese día, también, hice una amiga… o algo así. Ocurrió que, mientras observaba a algunas de las personitas bañándose en un bajío, una de ellas sufrió un calambre y empezó a deslizarse a la deriva río abajo. La corriente principal corría bastante rápido, pero sin demasiada fuerza, ni siquiera para un nadador mediocre. Podrán hacerse una idea de la extraña deficiencia de estas criaturas cuando les diga que ninguna de ellas hizo el menor intento de rescatar a la criaturita débil y llorosa que se estaba ahogando ante sus ojos. Cuando me di cuenta, corrí a quitarme la ropa y, metiéndome en un tramo más bajo del río, atrapé a la pobre chiquitina y la conduje sana y salva a tierra. Bastó frotarle un poco las extremidades para que recuperara la conciencia, y obtuve la satisfacción de ver que estaba bien antes de dejarla. Tenía en tan baja estima a los suyos que no esperaba ninguna clase de gratitud por su parte, pero en eso, no obstante, me equivocaba.

»Esto ocurrió por la mañana. Por la tarde me encontré con la mujercita, pues eso me parecía que era, mientras volvía de una exploración hacia el que era mi centro de operaciones. La mujercita me recibió con gritos de alegría y me regaló una guirnalda grande de flores, que evidentemente había hecho para mí y solo para mí. Aquello me conmovió. Debía de sentirme muy solo. Hice lo que pude para expresar gratitud por el regalo. No tardamos en sentarnos juntos en una pequeña pérgola de piedra, conversando, sobre todo a base de sonrisas. La simpatía de la criatura me conmovía como me habría conmovido un niño. Nos pasamos flores, y ella me besó las manos. Yo hice lo mismo con las suyas. Entonces traté de hablar, y descubrí que se llamaba Weena, lo cual, aunque no sabía lo que quería decir, parecía bastante apropiado. Ese fue el comienzo de una extraña amistad que duró una semana, y terminó… ¡como les contaré!

»Era como una niña. Quería estar conmigo todo el tiempo. Trataba de seguirme a todas partes, y en mi siguiente viaje de exploración se me ocurrió agotarla, y luego la dejé exhausta y llamándome bastante quejosa. Pero había que dominar los problemas del mundo. Me dije que no había viajado al futuro para entablar un flirteo en miniatura. Sin embargo, cuando nos separamos, su aflicción fue tan enorme, sus objeciones a mi marcha en ocasiones tan desesperadas que, en conjunto, me pareció que su devoción me causaba tanta molestia como consuelo. No obstante, de alguna manera me confortaba enormemente. Pensé que lo que la hacía aferrarse a mí no era más que una atracción infantil; no supe hasta que fue demasiado tarde lo que le había infligido al dejarla. No entendí hasta que fue demasiado tarde lo que ella significaba para mí. Porque, solo con su deseo de agradarme y de demostrar, a su manera débil y vana, que le importaba, la encantadora criaturita había conseguido que volver al entorno de la Esfinge Blanca fuera casi como volver a casa, y yo buscaba su diminuta figura blanca y dorada en cuanto volvía de la colina.

»Fue también gracias a ella como supe que el miedo no había abandonado del todo aquel mundo. No mostraba miedo de día, y por extraño que parezca, confiaba en mí: por ejemplo, en un momento alocado en que le hacía muecas amenazadoras se rio de ellas sin más. Sin embargo, temía la oscuridad, temía las sombras, temía las cosas negras. La oscuridad era lo único que temía. Se trataba de una emoción particularmente apasionada, que me hacía pensar y observar. Entonces descubrí, entre otras cosas, que estas personitas se reunían en las casas grandes al anochecer y dormían en manadas. Si uno se acercaba a ellos sin luz provocaba un tumulto de aprensión. Nunca hallé a ninguno fuera de las puertas, o durmiendo a solas dentro, una vez había anochecido. Pero seguía siendo tan estúpido que no entendía lo que significaba ese miedo y, pese a la angustia de Weena, insistía en dormir apartado de aquellas multitudes.

»La afligía mucho, pero al final su extraño afecto por mí triunfó, y durante nuestra relación, durmió cinco noches, incluida la última de todas, con la cabeza recostada en mi brazo. Pero hablando de ella pierdo el hilo de la historia. Debió de ser la noche antes de su rescate cuando desperté al amanecer. La había pasado inquieto, tuve un sueño desagradable: me ahogaba, y unas anémonas de mar me tocaban la cara con sus palpos blandos. Me desperté de golpe, y con la extraña sensación de que un animal grisáceo acababa de salir corriendo de la habitación. Intenté volver a dormirme otra vez, pero estaba intranquilo e incómodo. Era la hora gris y tenue en que las cosas empiezan a salir a rastras de la oscuridad, cuando todo es incoloro y visible, y, no obstante, irreal. Me levanté, fui hacia el salón grande y salí a las piedras de delante del palacio. Pensé que haría de mi necesidad virtud, y vería el amanecer.

»Se estaba poniendo la luna, y la luz mortecina y la primera palidez del amanecer se habían mezclado en una penumbra espectral. Los arbustos eran negros como la tinta, la tierra, de un gris sombrío, el cielo no tenía color ni alegría. Y en lo alto de la colina creí ver fantasmas. En tres ocasiones seguidas, mientras examinaba la ladera, vi unas figuras blancas. Dos veces me pareció ver una criatura blanca y solitaria de tipo simiesco, corriendo bastante rápido colina arriba, y una vez, cerca de las ruinas, vi una hilera de criaturas semejantes cargando un cuerpo oscuro. Se movían apresuradamente. No vi qué fue de ellos. Se desvanecieron entre los arbustos. Deben entender que el amanecer aún era poco definido. Tenía esa sensación gélida e incierta del comienzo del día, que tal vez conozcan. Dudaba de lo que veía.

»Cuando el cielo se hizo más brillante hacia el este y llegó la luz del día y sus colores vivos volvieron otra vez al mundo, examiné a fondo la vista. Pero no vi rastro de mis figuras blancas. No eran más que criaturas de la penumbra. “Deben de haber sido fantasmas —me dije—. Me pregunto de cuándo”.

»Recordé una extraña idea de Grant Allen que me hizo reír. Él argumentaba que si cada generación muere dejando fantasmas, el mundo acabará atestado de ellos. Según esa teoría, dentro de 802 000 años serían una multitud, y no me sorprendió ver a cuatro de golpe. Sin embargo, la broma no me dejó satisfecho, y me pasé toda la mañana pensando en ellos, hasta que el rescate de Weena los apartó de mi mente. Me recordaban al animal blanco al que había sobresaltado cuando buscaba, enfebrecido, la máquina del tiempo. Weena resultaba una sustituta agradable, aunque, de todas formas, la idea anterior no tardaría en apoderarse de manera mucho más obsesiva de mi pensamiento.

»Creo haber comentado que el tiempo de esta Edad de Oro era mucho más cálido que el nuestro. No puedo explicarlo. Es posible que el Sol fuera más cálido, o que la Tierra estuviera más cerca del Sol. Es habitual asumir que el Sol se irá enfriando paulatinamente en el futuro, pero la gente, que no conoce especulaciones como las del joven Darwin, olvida que los planetas deben acabar cayendo uno por uno en el cuerpo paterno. Cuando estas catástrofes sucedan, el Sol brillará con energía renovada, y podría ser que algún planeta interior hubiera sufrido este destino. Fuera cual fuera el motivo, lo cierto es que el sol era mucho más cálido que el que conocemos nosotros.

»Pues bien, una mañana abrasadora —la cuarta, creo—, mientras buscaba resguardarme del calor y la luz en unas ruinas colosales cerca de la casa grande donde dormía y me alimentaba, ocurrió esta cosa extraña: al encaramarme por unos montones de mampostería, hallé una galería estrecha, cuyo final y ventanas laterales estaban bloqueados por las piedras caídas. En contraste con el brillo exterior, al principio me pareció de una negrura impenetrable. Entré en la galería a tientas, porque el paso de la luz a la oscuridad hizo que viera manchas de color dando vueltas ante mí. De repente me detuve, maravillado. Un par de ojos, luminosos debido al reflejo de la luz externa, me observaban en la oscuridad.

»El miedo instintivo a las bestias salvajes se apoderó de mí. Cerré los puños y miré fijamente aquellos ojos deslumbrantes. Tenía miedo de volverme. Entonces pensé en la seguridad absoluta en que parecía vivir la humanidad. Y recordé el extraño terror a la oscuridad. Vencí en cierta medida el miedo, di un paso adelante y hablé. Admitiré que mi voz sonaba discordante y apenas la controlaba. Extendí la mano y toqué algo blando. De inmediato los ojos se dispararon hacia un lado, y algo blanco pasó corriendo junto a mí. Me volví, con el corazón en un puño, y vi una extraña figura simiesca, con la cabeza caída de un modo peculiar, corriendo por el espacio iluminado por el sol detrás de mí. Tropezó contra un bloque de granito, se tambaleó hacia un lado y al cabo de un instante se había escondido en una sombra negra bajo otra pila en ruinas.

»La impresión que obtuve de todo aquello es, por supuesto, imperfecta, pero sé que era de un blanco apagado y que tenía unos extraños ojos grandes rojos y grisáceos; también que el pelo rubio le cubría la cabeza y la espalda. Como digo, fue demasiado rápido para verla con claridad y no puedo afirmar si corría a cuatro patas o con los antebrazos muy caídos. Tras una pausa de un segundo la seguí hasta el segundo montón de ruinas. Al principio no la encontraba, pero, tras un rato en la oscuridad profunda, me topé con una de esas aberturas en forma de pozo de las que les he hablado, medio cubierta por una columna caída. De repente se me ocurrió algo: tal vez aquella cosa se había escurrido por el pozo. Encendí una cerilla y, mirando hacia abajo, vi una criatura pequeña y blanca que se movía, con ojos grandes y brillantes que me miraban fijamente mientras se retiraba. Me dio escalofríos. ¡Era tan parecida a una araña humana! Bajaba por la pared, y entonces vi por primera vez unos peldaños de metal y una barandilla formando una especie de escalera hacia el fondo del pozo. Entonces la cerilla me quemó los dedos, se me cayó de las manos y se apagó; para cuando encendí otra el pequeño monstruo había desaparecido.

»No sé cuánto tiempo pasé sentado mirando por aquel pozo. Tardé en lograr convencerme de que la cosa que había visto era humana. Pero poco a poco fui percatándome de la verdad: el hombre ya no era una sola especie, sino que había derivado en dos animales distintos, y mis gráciles niños del mundo superior no eran los únicos descendientes de nuestra generación, sino que aquella criatura blanquecina, obscena y nocturna que había aparecido de repente ante mí también era heredera de todas las épocas anteriores.

»Pensé en las columnas que parecían parpadear y en mi teoría sobre el sistema de ventilación subterráneo. Empecé a sospechar para qué servía en verdad. ¿Y qué pintaba, me preguntaba, este lémur en mi esquema de una organización perfectamente equilibrada? ¿Cómo se relacionaba con la serenidad indolente de los hermosos habitantes del mundo superior? ¿Y qué se escondía allí abajo, al final del pozo? Me senté en el borde diciéndome que, en cualquier caso, no había nada que temer, y que debía descender por allí para resolver mis problemas. ¡Y al mismo me aterrorizaba ir! Mientras dudaba, dos de los hermosos habitantes del mundo superior se acercaron corriendo en su juego amoroso, y cruzaron la luz del día hacia la sombra. El macho perseguía a la hembra arrojándole flores mientras corría.

»Parecieron afligirse al hallarme con el brazo apoyado contra la columna volcada, mirando por el pozo. Al parecer era de mala educación señalar aquellas aberturas, porque cuando señalé el pozo e intenté formular una pregunta al respecto en su idioma, aún se afligieron más y se volvieron. Como les interesaban mis cerillas, encendí unas cuantas para divertirlos. Insistí en hablar del pozo, y volví a fracasar, así que en ese momento los dejé, pues pensé volver con Weena y ver qué podía sonsacarle. Pero ya tenía la mente revolucionada y mis suposiciones e impresiones se estaban adaptando a este nuevo cambio. Ahora tenía una pista sobre la utilidad de aquellos pozos, sobre las torres de ventilación, sobre el misterio de los fantasmas, y, cómo no, ¡sobre el significado de las puertas de bronce y el destino de la máquina del tiempo! Y, muy vagamente, se me empezó a ocurrir una idea para resolver el problema económico que me tenía intrigado.

»Esta era mi nueva idea. Estaba claro que la segunda especie de hombres era subterránea. Se daban tres circunstancias en particular que me hacían plantearme que sus escasas salidas a la superficie se debían a un hábito subterráneo prolongado. En primer lugar, estaba el aspecto blanquecino común a la mayoría de los animales que viven la mayor parte del tiempo a oscuras, como los peces blancos de las cuevas de Kentucky, por ejemplo. Luego, esos ojos grandes, con la capacidad de reflejar luz, son rasgos comunes de los animales nocturnos; piensen en el búho o el gato. Y por último, la confusión evidente ante el sol, la huida precipitada aunque desordenada y torpe hacia la oscuridad, y la manera particular de dejar caer la cabeza mientras les daba la luz; todo aquello reforzaba la teoría acerca de la sensibilidad extrema de la retina.

»Bajo mis pies, entonces, la tierra debía de estar profusamente dividida en túneles, y esos túneles eran el hábitat de la nueva raza. La presencia de conductos de ventilación y pozos en las laderas —por todas partes, de hecho, a excepción del valle del río— mostraba lo extensas que eran sus ramificaciones. ¿Qué más natural, entonces, que asumir que era en este mundo subterráneo artificial donde se realizaba el trabajo necesario para el confort de la raza diurna? Se trataba de una idea tan convincente que la acepté de inmediato, y a continuación me dediqué a suponer cómo se había producido esta división de la especie humana. Me atrevería a decir que adivinarán la forma que adoptó mi teoría, aunque no tardé en darme cuenta de lo mucho que distaba de la verdad.

»Al principio, basándome en los problemas de nuestra época, me pareció tan claro como el día que el aumento gradual de las diferencias meramente sociales y temporales entre el capitalista y el trabajador en el presente eran la clave de toda aquella situación. No dudo que les resultará bastante grotesco —¡y muy increíble!—, pese a que ahora ya se dan circunstancias que señalan en esa dirección. Existe la tendencia a utilizar el espacio subterráneo para los usos menos ornamentales de la civilización; vean si no el metro de Londres, por ejemplo, los nuevos ferrocarriles eléctricos, los pasos subterráneos, los talleres y restaurantes que hay bajo tierra, que se multiplican sin parar. Evidentemente, pensé, esta tendencia se había incrementado hasta que la industria acabó perdiendo su lugar bajo el cielo. Quiero decir que se había ido adentrando cada vez más en fábricas subterráneas cada vez más grandes, pasando cada vez más tiempo ahí dentro, hasta que al final… Incluso ahora, ¿acaso cualquier trabajador del East End no vive en condiciones tan artificiales que está prácticamente separado de la superficie natural de la tierra?

»De hecho, la tendencia exclusiva de la gente más rica —motivada, sin duda, por el refinamiento, cada vez mayor, de su educación y el abismo creciente entre ellos y la ruda violencia de los pobres— ya está causando el cierre, en su beneficio, de partes considerables de la superficie de la tierra. En Londres, por ejemplo, puede que la mitad del campo más hermoso esté cerrado contra los intrusos. Y este mismo abismo creciente —provocado por la ampliación y el coste del proceso educativo superior y el aumento de las facilidades y tentaciones para desarrollar hábitos refinados por parte de los ricos— hará que el intercambio entre clases, la promoción del matrimonio entre ellas que hoy en día retrasa la división de nuestra especie según la estratificación social, sea cada vez menos frecuente. De modo que, al final, en la superficie estarían los ricos, los que buscan el placer, el confort y la belleza, y debajo de ella, los pobres, los trabajadores que se adaptan constantemente a las condiciones de su trabajo. Una vez allí, sin duda tendrían que pagar el alquiler, y no poco, y la ventilación de sus cavernas, y si se negaran morirían de hambre o se asfixiarían con los retrasos en el pago. Los que estuvieran tan formados que fueran infelices y rebeldes morirían, y, por fin, al conseguirse el equilibrio permanente, los supervivientes se adaptarían tan bien a las condiciones de la vida subterránea y estarían tan contentos con ella como las gentes del mundo superior con la suya. A mi parecer, la belleza refinada y la palidez lánguida suponían consecuencias naturales de todo aquello.

»El gran triunfo de la humanidad con el que había soñado adoptó una forma distinta en mi mente. No se había producido el triunfo de la educación moral y la cooperación general que había imaginado, sino que vi una auténtica aristocracia, dotada de una ciencia perfeccionada, que había llevado el sistema industrial actual a su conclusión lógica. Su triunfo no había sido simplemente un triunfo sobre la Naturaleza, sino un triunfo sobre la Naturaleza y el prójimo. Esta, debo advertirles, era mi teoría de entonces. No contaba con ningún oportuno cicerone como los de las novelas utópicas. Puede que mi explicación fuera totalmente errónea, pero todavía creo que era la más creíble. No obstante, siguiendo con esta suposición, la civilización equilibrada a la que por fin se había llegado debía de haber superado su cénit tiempo atrás, y ahora se había sumido en el declive. Su seguridad, demasiado perfecta, había llevado a los habitantes del mundo superior a degenerar lentamente, y habían disminuido en tamaño, fuerza e inteligencia. Eso ya lo había visto claro. Lo que les había ocurrido a los habitantes del mundo subterráneo aún no lo sospechaba, pero, por lo que había visto de los morlocks —ese, por cierto, era el nombre con que denominaban a aquellas criaturas—, podía figurarme que la modificación del tipo humano era aún más profunda que la sufrida por los eloi, la hermosa raza que ya conocía.

»Entonces surgieron dudas acuciantes. ¿Por qué se he habían llevado los morlocks mi máquina del tiempo? Estaba seguro de que eran ellos quienes se la habían llevado. ¿Por qué, además, si los eloi eran los amos, no podían devolverme la máquina? ¿Y por qué les aterraba tanto la oscuridad? Procedí a interrogar a Weena sobre este mundo subterráneo, como he dicho, pero volví a quedar decepcionado. Al principio no entendía mis preguntas, y luego se negaba a contestarlas. Se echaba a temblar como si aquel tema le resultara insoportable. Y cuando la presioné, quizá con cierta dureza, rompió a llorar. Fueron las únicas lágrimas, a excepción de las mías, que vi jamás en la Edad de Oro. Cuando las vi dejé de importunarla acerca de los morlocks, y mi única preocupación fue hacer desaparecer aquellas muestras de la herencia humana de los ojos de Weena. No tardó en sonreír y dar palmadas mientras yo quemaba solemnemente una cerilla.

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