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El viajero en el tiempo (pues así convendría llamarlo) estaba exponiendo un asunto que nos costaba entender. Brillaban y resplandecían sus ojos grises, y su cara de habitual pálida ahora estaba acalorada y animada. El fuego ardía con intensidad, y el resplandor leve de las luces incandescentes en forma de lirios de plata se filtraba hasta las burbujas que destellaban y circulaban en nuestras copas. Nuestras sillas, que eran obra suya, nos envolvían y acariciaban en vez de limitarse a darnos asiento, y la atmósfera relajada tras la cena era la propia de cuando el pensamiento discurre libre de las ataduras de la precisión. Y nos planteaba el asunto de la siguiente manera, marcando los distintos puntos con un flaco dedo índice, mientras permanecíamos sentados admirando perezosamente su entusiasmo por la nueva paradoja (pues así la considerábamos), y su prolijidad al respecto.

—Deben seguirme atentamente. Me veré obligado a contradecir una o dos ideas que están aceptadas de manera casi universal. Por ejemplo, que la geometría que enseñan en la escuela se basa en un error.

—¿No es mucho esperar que partamos de eso? —apuntó Filby, un tipo pelirrojo al que le gustaba discutirlo todo.

—No es mi intención pedirles que acepten algo sin que haya motivos razonables para ello. No tardarán en admitir lo que necesito que admitan. Ya saben, por supuesto, que una línea matemática, una línea de grosor cero, no existe en la realidad. ¿Les enseñaron eso, verdad? Pues tampoco existen los planos matemáticos. Estas cosas no son más que meras abstracciones.

—Así es —intervino el psicólogo.

—Tampoco un cubo, al tener solo longitud, amplitud y grosor, puede existir en la realidad.

—En eso discrepo —dijo Filby—. Por supuesto que un cuerpo sólido puede existir. Todas las cosas reales…

—Eso cree la mayoría de la gente, pero espere un segundo. ¿Puede existir un cubo «instantáneo»?

—No le sigo… —dijo Filby.

—¿Puede un cubo que no dura nada en absoluto tener existencia real?

Filby se quedó pensativo.

—Claramente —prosiguió el viajero—, cualquier cuerpo real debe extenderse en cuatro direcciones: debe tener longitud, anchura, grosor y… duración. Pero debido a una flaqueza natural de la carne, que les explicaré en un instante, tendemos a pasar por alto este hecho. En realidad hay cuatro dimensiones, tres de las cuales denominamos planos del espacio, y una cuarta, la del tiempo. Se da, no obstante, la tendencia a establecer una distinción irreal entre las tres primeras dimensiones y la cuarta, porque ocurre que nuestra consciencia se desplaza intermitentemente en una dirección por esta última desde el comienzo hasta el fin de nuestras vidas.

—Eso —intervino un hombre muy joven, haciendo esfuerzos espasmódicos por volver a encenderse el puro por encima de la lámpara—, eso sí que está claro.

—Ahora, resulta muy llamativo que se haya pasado tanto por alto —continuó el viajero, alegrándose un poco—. Esto es lo que se entiende por la cuarta dimensión, aunque algunas personas hablan de la cuarta dimensión y no lo saben. No es más que otra manera de considerar el tiempo. «No hay ninguna diferencia entre el tiempo y cualquiera de las otras tres dimensiones del espacio excepto que nuestra conciencia se desplaza por él». Pero algunos insensatos han entendido mal esta idea. ¿Todos están al caso de lo que se dice sobre la cuarta dimensión?

—Yo no —respondió el gobernador provincial.

—Sencillamente se trata de lo siguiente. De que se considera que el espacio, tal y como nuestros matemáticos lo entienden, posee tres dimensiones, que pueden denominarse longitud, anchura y grosor, y siempre se define respecto a tres planos, cada uno de ellos en ángulo recto respecto a los otros. Pero algunas personas con inclinaciones filosóficas se han dedicado a preguntar que por qué tres dimensiones en particular, ¿por qué no marcar una diferencia más en ángulo recto respecto a las otras tres?, e incluso han elaborado toda una geometría de esta cuarta dimensión. El profesor Simon Newcomb la expuso en la New York Mathematical Society hace apenas un mes. Ustedes saben que en una superficie plana, que solo tiene dos dimensiones, podemos representar la figura de un cuerpo sólido tridimensional, pues de manera similar ellos creen que con maquetas en tres dimensiones podrían representar una figura de cuatro, si consiguieran dominar su perspectiva. ¿Lo ven?

—Eso creo —murmuró el gobernador provincial, y, frunciendo el ceño, se sumió en un estado de introspección, moviendo los labios como quien repite palabras místicas—. Sí, creo que ahora lo entiendo —añadió al cabo de un rato, animándose un instante.

—Bueno, pues no me importa explicarles que llevo ya un tiempo trabajando en esta geometría de las cuatro dimensiones. Algunos de mis resultados son curiosos. Por ejemplo, he aquí el retrato de un hombre a los ocho años, otro a los quince, otro a los diecisiete, otro a los veintitrés y así sucesivamente. Todos estos retratos son claramente secciones, por así llamarlas, representaciones tridimensionales de su ser en la cuarta dimensión, que es algo fijo e inalterable.

»Los científicos —prosiguió el viajero, tras la pausa requerida para que los demás pudieran asimilar lo que acababa de explicarles— saben muy bien que el tiempo no es más que un tipo de espacio. Aquí les presento un diagrama científico popular, un registro meteorológico. Esta línea que trazo con el dedo muestra el movimiento del barómetro. Ayer estaba muy alta, por la noche cayó y esta mañana ha vuelto a ascender, subiendo lentamente hasta aquí. ¿Acaso el mercurio no ha trazado esta línea en alguna de las dimensiones del espacio que suelen reconocerse? Pues sí que ha trazado esa línea, y debemos concluir, por tanto, que esa línea ha seguido la dimensión temporal.

—Pero —le interrumpió el médico, mirando fijamente un ascua de la chimenea—, ¿si el tiempo es en realidad la cuarta dimensión del espacio, por qué se considera y por qué se ha considerado siempre como algo distinto? ¿Y por qué no podemos desplazarnos en el tiempo como nos desplazamos por las demás dimensiones del espacio?

El viajero sonrió.

—¿Está seguro de que podemos desplazarnos libremente en el espacio? Podemos ir a derecha y a izquierda, adelante y atrás con bastante libertad, cosa que los hombres siempre han hecho. Admito que podemos desplazarnos libremente en dos dimensiones. Pero ¿y arriba y abajo? La gravedad nos limita en eso.

—No exactamente —protestó el médico—. Existen los globos.

—Pero antes de los globos, a excepción de los saltos espasmódicos y las irregularidades de la superficie, el hombre no poseía libertad de movimiento vertical.

—Aun así podía desplazarse un poco hacia arriba y hacia abajo —insistió el médico.

—Era muchísimo más fácil hacia abajo que hacia arriba.

—Pero no es posible desplazarse en el tiempo, no se puede escapar del instante presente.

—Apreciado señor, justo en eso es en lo que se equivoca. Ahí es donde el mundo entero se ha equivocado. Siempre escapamos del instante presente. Nuestras existencias mentales, que son inmateriales y no poseen dimensiones, discurren por la dimensión temporal a una velocidad uniforme desde que nacemos hasta que morimos. Como si viajáramos «hacia abajo», si comenzáramos nuestra existencia a más de ochenta kilómetros por encima de la superficie de la Tierra.

—Pero ese es el gran problema —repuso el psicólogo—. Es posible desplazarse en todas direcciones en el espacio, pero no en el tiempo.

—Ese es el germen de mi gran descubrimiento. Usted se equivoca al afirmar que no podemos desplazarnos en el tiempo. Por ejemplo, si tengo el recuerdo vívido de un incidente vuelvo al instante en que tuvo lugar; es decir, mi mente se distrae. Salto atrás durante un instante. Claro que no disponemos de los medios para permanecer en el pasado durante cierto periodo de tiempo, no más de los que poseen un salvaje o un animal para permanecer dos metros por encima del suelo. Pero un hombre civilizado tiene más capacidades que un salvaje en este sentido. Puede vencer la gravedad con un globo, ¿y por qué no debería esperar que acabe deteniendo o acelerando su desplazamiento por la dimensión temporal, o incluso dándose la vuelta y viajando en sentido opuesto?

—Ay, eso… —empezó Filby—, no es más que…

—¿Por qué no? —preguntó el viajero.

—Va en contra de la razón —afirmó Filby.

—¿Qué razón? —preguntó el viajero.

—Puede demostrar que lo negro es blanco a fuerza de argumentos —resumió Filby—, pero nunca me convencerá.

—Probablemente no. Sin embargo, ahora empiezan a ver el objeto de mis investigaciones en la geometría de las cuatro dimensiones. Hace tiempo que empecé a imaginarme una máquina…

—¡Para viajar en el tiempo! —exclamó el hombre muy joven.

—Que viajara indistintamente hacia cualquier dirección del espacio y del tiempo, como el conductor decida.

Filby se limitó a reírse.

—Pero tengo confirmación experimental —dijo el viajero.

—Resultaría extraordinariamente práctico para un historiador —sugirió el psicólogo—. ¡Podría viajar en el tiempo y verificar la versión aceptada de la batalla de Hastings, por ejemplo!

—¿Y no cree que llamaría la atención? —preguntó el médico—. Nuestros ancestros no toleraban muy bien los anacronismos.

—Podría aprender griego de los mismos labios de Homero y Platón —pensó el hombre muy joven.

—En cuyo caso seguro que suspendería el examen de acceso a la universidad. Los estudiosos alemanes han mejorado mucho el griego.

—Y luego está el futuro —continuó el hombre muy joven—. ¡Imagínense! ¡Uno puede invertir todo su dinero, dejar que acumule intereses, y correr al futuro!

—Para descubrir una sociedad —intervine yo— basada en principios estrictamente comunistas.

—¡De todas las teorías alocadas y extravagantes…! —empezó el psicólogo.

—Sí, eso me parecía, por lo que nunca había hablado de ella hasta…

—¡La comprobación experimental! —exclamé yo—. ¿Va a comprobar eso?

—¡El experimento! —gritó Filby, que ya mostraba signos de agotamiento.

—Veamos su experimento, en cualquier caso —dijo el psicólogo—, aunque no son más que patrañas, ya lo saben.

El viajero nos sonrió a todos. Y a continuación, aún con una leve sonrisa y con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, salió despacio de la habitación y oímos como arrastraba las zapatillas por el largo pasillo hasta su laboratorio.

El psicólogo nos miró.

—Me pregunto con qué nos saldrá…

—Con algún juego de manos, supongo —dijo el médico, y Filby intentó hablarnos de un mago que había visto en Burslem; pero antes de que terminara el prólogo, el viajero regresó y la anécdota de Filby quedó interrumpida.

El viajero sostenía en la mano un armazón metálico brillante, poco más grande que un reloj pequeño, fabricado con suma delicadeza. Era en parte de marfil y en parte de una sustancia cristalina y transparente. Y ahora tengo que ser explícito, porque lo que viene a continuación —a no ser que se acepte su explicación—, resulta completamente inexplicable. El viajero cogió una mesa pequeña octogonal de las que había repartidas por la habitación y la puso delante de la chimenea, con dos patas sobre la alfombra. Sobre esta mesa colocó el mecanismo. Entonces acercó una silla y se sentó. En la mesa solo había otro objeto, una lámpara pequeña, cuya luz brillante se proyectaba de pleno sobre la maqueta. También había una docena de velas a su alrededor, dos montadas en candelabros de latón encima de la repisa y diversas en apliques, de modo que la habitación estaba muy iluminada. Yo me senté en una butaca baja lo más cerca posible del fuego, y la adelanté hasta quedar casi entre el viajero y la chimenea. Filby se sentó detrás del viajero, y miraba por encima de su hombro. El médico y el gobernador provincial lo observaban de perfil desde la derecha, y el psicólogo desde la izquierda. El hombre muy joven se puso detrás del psicólogo. Todos estábamos atentos. Me parece increíble que pudiera realizar alguna clase de truco en tales condiciones, por muy sutil que hubiera sido al concebirlo y hábil al ejecutarlo.

El viajero nos miró y luego observó el mecanismo.

—¿Y bien? —le espetó el psicólogo.

—Este pequeño objeto —empezó el viajero, apoyando los codos sobre la mesa y juntando las manos por encima del aparato—, no es más que una maqueta. Mi plan es elaborar una máquina para viajar en el tiempo. Habrán detectado que parece particularmente torcida, y que esta barra presenta un brillo extraño, como si en cierto modo fuese irreal. —Señaló la parte comentada con el dedo—. Además, aquí hay una palanquita blanca, y allí otra.

El médico se levantó de la silla y miró detenidamente aquel objeto.

—Qué finura en la elaboración —señaló.

—He tardado dos años en hacerla —replicó el viajero. Y a continuación, cuando todos habíamos imitado la acción del médico, añadió—: Ahora quiero que entiendan claramente que al pulsar esta palanca la máquina se desliza al futuro, y esta otra revierte el movimiento. Esta silla representa el asiento del viajero en el tiempo. Ahora voy a pulsar la palanca, y la máquina se irá. Se desvanecerá, pasará al tiempo futuro y desaparecerá. Mírenla bien. Miren también la mesa, y comprueben que no hay ningún truco. No quiero desperdiciar esta maqueta ni que luego me digan que soy un charlatán.

Se hizo una pausa, quizá de un minuto. Parecía que el psicólogo iba a decirme algo, pero cambió de idea. A continuación el viajero extendió el dedo hacia la palanca.

—No —dijo de repente—. Déjeme la mano.

Y volviéndose hacia el psicólogo, cogió la mano del individuo y le pidió que extendiera el dedo índice, para que fuera el propio psicólogo quien enviara la maqueta de la máquina del tiempo a su viaje interminable. Todos vimos girar la palanca. Estoy absolutamente seguro de que no hubo truco alguno. Entró un soplo de viento y saltó la llama de la lámpara. Una de las velas de la repisa se apagó y de repente la maquinita giró, se volvió borrosa, pareció un fantasma puede que durante un segundo, formando una especie de remolino de latón y marfil que centelleaba débilmente; y entonces se esfumó… ¡Había desaparecido! A excepción de la lámpara, la mesa estaba vacía.

Todo el mundo quedó en silencio durante un instante. Entonces Filby mostró entre exclamaciones su sorpresa.

El psicólogo se recuperó del estupor y miró de repente bajo la mesa. Al verlo, el viajero se rio alegremente.

—¿Y bien? —dijo, imitando un poco al psicólogo. Entonces se levantó y se acercó hasta el bote de tabaco que había sobre la repisa, y empezó a rellenar su pipa de espaldas a nosotros.

Nos miramos los unos a los otros.

—Mire usted —intervino el médico—, ¿de verdad se toma todo esto en serio? ¿De verdad cree que su máquina ha viajado en el tiempo?

—Por supuesto —respondió el viajero, agachándose para prender una astilla en el fuego. Entonces encendió su pipa y se volvió para mirar al psicólogo a la cara, quien, para demostrar que no estaba alterado, se sirvió también un puro y trató de encenderlo sin cortarle la punta—. Y, además, tengo una máquina grande casi terminada allí dentro —señaló hacia el laboratorio—, y cuando esté montada pretendo emprender yo mismo el viaje.

—¿Pretende decir que la máquina ha viajado al futuro? —preguntó Filby.

—Al futuro o al pasado, no sé con certeza a cuál de ellos.

Al cabo de un rato al psicólogo se le ocurrió una idea.

—Tiene que haberse desplazado al pasado, si es que ha ido a alguna parte.

—¿Por qué? —preguntó el viajero.

—Porque asumo que no se ha movido en el espacio, y si viajara hacia el futuro ahora seguiría aquí, ya que tiene que haber pasado por este tiempo.

—Pero —intervine yo— si viajara al pasado ya la habríamos visto en cuanto hemos entrado en la habitación, y el pasado jueves cuando estuvimos aquí, y el jueves anterior, ¡y así sucesivamente!

—Son objeciones importantes —señaló el gobernador provincial en un tono de imparcialidad, volviéndose hacia el viajero.

—En absoluto —replicó el viajero. Y se dirigió al psicólogo—: Piense. Usted lo puede explicar. Se presenta por debajo del umbral, ya sabe, se presenta diluida.

—Claro —dijo el psicólogo, y nos tranquilizó—. Se trata de un tema muy sencillo de la psicología. Tendría que haberlo pensado. Queda bastante claro, y explica divinamente la paradoja. No podemos verla, ni reconocerla, más que el rayo de una rueda al girar, o una bala volando por los aires. Si viaja en el tiempo cincuenta o cien veces más rápido que nosotros, si recorre un minuto mientras para nosotros transcurre un segundo, la impresión que genere supondrá, por supuesto, una quincuagésima o una centésima parte de lo que sería si no estuviera viajando en el tiempo. Así queda bastante claro. —Pasó la mano por el espacio donde había estado la máquina—. ¿Lo ven? —dijo, riéndose.

Nos sentamos mirando fijamente la mesa vacía durante lo que debió de ser un minuto. Entonces el viajero nos preguntó qué pensábamos de todo aquello.

—Esta noche parece bastante convincente —comentó el médico—, pero esperen a mañana. Esperen al sentido común de la mañana.

—¿Les gustaría ver la auténtica máquina del tiempo? —preguntó el viajero. Y acto seguido, con la lámpara en la mano, nos condujo por el largo pasillo, lleno de corrientes de aire, que llevaba a su laboratorio.

Recuerdo vívidamente la luz parpadeante, la silueta de su cabeza extraña y ancha, el baile de sombras, que todos lo seguimos, perplejos pero incrédulos, y que en el laboratorio pudimos contemplar una versión más grande del pequeño mecanismo que habíamos visto desvanecerse ante nuestros ojos. Tenía partes de níquel, partes de marfil, partes que debía de haber limado o serrado de un cristal de roca. La máquina estaba prácticamente acabada, pero las cristalinas barras torcidas se hallaban sin terminar en el banco junto a unos dibujos. Cogí una para examinarla mejor. Me pareció que era cuarzo.

—Mire usted —repitió el médico—, ¿de verdad habla en serio? ¿O se trata de un truco… como el fantasma que nos enseñó las Navidades pasadas?

—Con esta máquina —respondió el viajero, sujetando la lámpara en alto— pretendo explorar el tiempo, ¿queda claro? Nunca en la vida he hablado más en serio.

Ninguno de nosotros sabía muy bien cómo tomárselo.

Mi mirada se cruzó con la de Filby por encima del hombro del médico, y me hizo un guiño solemne.

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