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EL ROSTRO EXTRAÑO


En la escalerilla, un hombre nos impedía el paso. Estaba de pie, de espaldas a nosotros, asomado al borde de la escotilla. Era, por lo que veía, un hombre deforme, bajo, ancho y torpe, de espalda torcida, cuello peludo y cabeza hundida entre los hombros. Iba vestido con ropa de sarga azul oscuro y tenía un cabello negro tan grueso que resultaba peculiar. Oí a los perros invisibles ladrar con furia, y el hombre retrocedió, de modo que se dio con la mano que yo había extendido para apartarlo de mi camino. Se volvió con rapidez animal.

El negro rostro que apareció ante mí me alarmó en grado sumo. La cara sobresalía formando algo que recordaba vagamente a un hocico, y la enorme boca medio abierta dejaba ver los dientes más grandes que había visto en un ser humano. Tenía los ojos inyectados en sangre por los extremos, con apenas un círculo de blanco alrededor de las pupilas avellana. Un curioso halo de nerviosismo le iluminaba el rostro.

—¡Maldito seas! —exclamó Montgomery—. ¿Por qué diablos no te quitas de en medio?

El hombre de cara negra se apartó, sin decir palabra.

Subí por las escalerillas sin poder evitar mirarlo, casi en contra de mi voluntad. Montgomery se quedó a los pies de las escaleras un momento.

—Ya sabes que no debes estar por aquí —dijo con voz pausada—. Tu sitio está arriba.

—Ellos… no me quieren arriba —respondió el hombre de cara negra, amedrentado; hablaba despacio, con una especie de ronquera.

—¡Que no te quieren arriba! —exclamó Montgomery en tono amenazador—. Pues yo te digo que subas.

Estaba a punto de añadir algo más cuando, de repente, alzó la vista en mi dirección y me siguió escaleras arriba. Me había detenido en medio de la escotilla, mirando atrás, todavía preso del asombro que me producía la grotesca fealdad de aquella criatura de cara negra. Jamás había contemplado un rostro tan repulsivo y extraordinario, y, sin embargo, a pesar de la contradicción, también experimentaba la rara sensación de que, de algún modo, ya me había topado antes con los mismos rasgos y gestos que en aquel momento me pasmaban. Más adelante se me ocurrió que seguramente lo habría visto cuando me subían a bordo, aunque eso apenas satisfacía mi sospecha de un encuentro previo. A pesar de todo, dado lo singular del rostro, no me cabía en la cabeza que pudiera haber olvidado las circunstancias concretas del acontecimiento.

El gesto de Montgomery para que lo siguiera me devolvió al mundo, así que me volví hacia él y contemplé la cubierta principal de la pequeña goleta. Por los sonidos que había oído antes estaba medio preparado para ver lo que vi. Efectivamente, jamás había contemplado una cubierta tan sucia. Estaba llena de trozos de zanahoria, tiras de una cosa verde y una porquería indescriptible. Atados con cadenas al palo mayor había varios perros de caza de aspecto espeluznante que empezaron a dar brincos y a ladrarme; y, junto a la mesana, un enorme puma sufría estrecheces en el interior de una jaula de hierro tan pequeña que el animal ni siquiera podía volverse. Más allá, bajo los macarrones de estribor, había unas conejeras de gran tamaño y, a su lado, había una pobre llama metida en una jaula que, más que jaula, era cajita. Los perros llevaban unos bozales de tiras de cuero. El único ser humano en cubierta era un marinero demacrado y silencioso que controlaba el timón.

Las remendadas y sucias cangrejas estaban tensas con el viento, y en lo alto de la arboladura, el barquito parecía haber desplegado todas las velas de las que disponía. El cielo estaba despejado; el sol, a medio camino de su descenso por el oeste. A nuestro lado corrían largas olas que la brisa coronaba de espuma. Dejamos atrás al timonero y llegamos al coronamiento del barco, donde nos quedamos un rato mirando juntos el agua que se arremolinaba bajo la popa y las burbujas que bailaban y se desvanecían en su estela. Me volví y examiné el desagradable navío de punta a punta.

—¿Es una colección de animales flotante? —pregunté.

—Eso parece —respondió Montgomery.

—¿Para qué son estas bestias? ¿Son mercancía, curiosidades? ¿Cree el capitán que va a venderlas en algún lugar de los Mares del Sur?

—Eso parece, ¿verdad? —respondió Montgomery, volviéndose de nuevo hacia el mar.

De repente oímos un gañido y una sarta de furiosas blasfemias que llegaban de la escotilla de las escaleras, y el hombre deforme de cara negra subió por ellas a toda prisa. Justo detrás de él salió un hombre grueso de pelo rojo y gorra blanca. Al ver al primero, los perros, que ya se habían cansado de ladrar para aquel entonces, se pusieron muy nerviosos y reanudaron los aullidos y saltos, tirando de las cadenas. El hombre negro vaciló ante ellos, y aquello dio al pelirrojo la oportunidad de aparecer tras él y encajarle un tremendo puñetazo entre los omóplatos. El pobre diablo cayó como derribado por un rayo y rodó por la porquería entre los nerviosos perros. Por suerte para él, llevaban bozales. El pelirrojo dejó escapar un alarido de alegría y se tambaleó, a riesgo de, según me pareció, caer de espaldas por la escotilla o de bruces sobre su víctima.

Montgomery estalló nada más salir el segundo hombre.

—¡No se mueva de ahí! —gritó en tono de protesta; un par de marineros aparecieron en el castillo de proa.

El hombre de cara negra, aullando con una voz muy singular, rodó bajo los pies de los perros, pero nadie intentó ayudarlo. Los animales hicieron lo que pudieron por molestarlo, dándole con los hocicos. Hubo un breve baile de estilizados cuerpos grises sobre la torpe figura postrada. Los marineros de delante los animaban a gritos, como si se tratase de un excelente deporte. Montgomery dejó escapar un alarido de rabia y recorrió la cubierta a grandes zancadas. Lo seguí.

A los pocos segundos el hombre de rostro oscuro se había puesto en pie y se tambaleaba hacia delante. Se dio contra los macarrones que había junto a los obenques del palo mayor, desde donde, entre jadeos, lanzaba miradas furibundas a los perros. El pelirrojo se reía, satisfecho.

—Mire, capitán —dijo Montgomery, con el ceceo más marcado, agarrando al pelirrojo por los hombros—, esto no puede seguir así.

Me puse al lado de Montgomery. El capitán se volvió a medias y lo miró con la expresión solemne y embotada de un borracho.

—¿El qué? —preguntó. Y tras contemplar con aire adormilado el rostro de Montgomery durante un minuto, añadió—: ¡Condenado matasanos!

Con un raudo movimiento, se liberó los brazos y, tras dos intentos frustrados, se metió los pecosos puños en los bolsillos.

—Ese hombre es un pasajero —dijo Montgomery—. Le aconsejo que no le ponga las manos encima.

—¡Váyase al infierno! —gritó el capitán bien alto; de repente, se volvió y se alejó, tambaleándose, hacia un lado—. Es mi barco y hago lo que quiero.

Creo que Montgomery podría haberlo dejado estar, teniendo en cuenta que aquel bruto estaba borracho, pero se puso algo más pálido y siguió al capitán a los macarrones del barco.

—Escuche, capitán —dijo—, no puede maltratar a mi hombre. No han dejado de molestarlo desde que subió a bordo.

Por un minuto los vapores etílicos dejaron al capitán sin palabras.

—¡Condenado matasanos! —fue lo único que consideró necesario indicar.

Me di cuenta de que Montgomery tenía el genio muy vivo, y también de que aquella pelea llevaba gestándose algún tiempo.

—Está borracho —intervine, quizá con excesiva rigidez—, no servirá de nada.

Montgomery torció de mala manera su caído labio inferior y repuso:

—Siempre está borracho, ¿cree que eso es excusa para atacar a sus pasajeros?

—Mi barco —empezó el capitán, agitando la mano con un inestable vaivén para señalar las jaulas— era un barco limpio. Mírelo ahora —añadió, y cierto era que el barco estaba de cualquier manera menos limpio—. La tripulación —siguió diciendo—, una tripulación limpia y respetable.

—Aceptó transportar los animales.

—Ojalá nunca hubiese oído hablar de su isla infernal. ¿Quién diablos… quiere animales para una isla como esa? Y ese hombre suyo… Si es que es un hombre. Es un lunático. Y no tiene por qué andar por la popa. ¿Cree usted que todo el barco es suyo?

—Los marineros empezaron a molestar al pobre diablo en cuanto subió a bordo.

—Y eso es lo que es, un diablo, un feo diablo. Mis hombres no lo soportan. Yo no lo soporto. Nadie lo soporta. Ni usted tampoco.

—Usted deje en paz al hombre, de todos modos —respondió Montgomery, volviéndose y asintiendo con la cabeza mientras hablaba.

Sin embargo, el capitán tenía ganas de pelea.

—Si aparece otra vez por este lado del barco, le sacaré las entrañas —aseguró, alzando la voz—, se lo juro. ¡Le sacaré las condenadas entrañas! ¿Quién es usted para decirme a mí lo que tengo que hacer? Le digo que soy el capitán del barco… capitán y propietario. Aquí soy la ley, entérese, la ley y los profetas. El trato era llevar a un hombre y a su ayudante a Arica, y traerlo de vuelta con algunos animales, no cargar con un diablo loco y un matasanos estúpido, un…

Bueno, no es necesario repetir lo que le dijo a Montgomery. Vi que este último daba un paso adelante, así que me interpuse.

—Está borracho —insistí, y el capitán inició una imprecación aún más vil que la anterior—. Cállese —le dije, volviéndome bruscamente hacia él, consciente del peligro reflejado en el blanco rostro de Montgomery.

De ese modo conseguí que el aluvión de insultos cayera sobre mí.

No obstante, me alegraba haber evitado lo que se me antojaba demasiado cercano a una refriega, aunque fuese al precio de ganarme el ebrio resentimiento del capitán. No creo haber oído nunca tantas palabras malsonantes juntas procedentes de una sola boca, a pesar de que he frecuentado compañías bastante excéntricas. Algunos insultos me resultaron difíciles de soportar, y eso que soy un hombre apacible. Sin embargo, cuando ordené al capitán que se callara, olvidé que yo no era más que el resto humano de un naufragio, sin recursos y sin posibilidad de pagar pasaje, un mero accidente que dependía de la munificencia (o de la recompensa que esperaran obtener) del barco. El capitán me lo recordó haciendo bastante hincapié en ello. En cualquier caso, evité una pelea.

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