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EN EL BOTE DEL LADY VAIN


No pretendo añadir nada a lo que ya se ha escrito sobre la desaparición del Lady Vain. Como todo el mundo sabe, la embarcación colisionó con un pecio diez días después de partir de Callao. El cañonero HMS Myrtle encontró la chalupa con siete de sus tripulantes dieciocho días más tarde, y la historia de sus infortunios ha llegado a ser tan conocida como la del caso Medusa, aún más terrible. No obstante, a la historia publicada del Lady Vain debo ahora sumar otra tan horrible como la primera y mucho más extraña. Hasta el momento se ha dado por sentado el fallecimiento de los cuatro hombres del bote, pero eso no es correcto. Tengo la mejor de las pruebas para realizar dicha afirmación, ya que yo era uno de esos cuatro hombres.

Sin embargo, en primer lugar, debo aclarar que jamás hubo cuatro hombres en el chinchorro, sino tres. Constans, «a quien el capitán vio saltar al bote» (Daily News, 17 de marzo de 1887), por suerte para nosotros y por desgracia para él, no nos alcanzó. Descendió por los cabos enredados bajo los estayes del destrozado bauprés, pero una de las cuerdas pequeñas se le enganchó en el talón al soltarse y quedó colgado boca abajo durante un instante, antes de caer y golpearse contra un motón o una verga que flotaba en el agua. Remamos hacia él, pero no salió a la superficie.

Digo que fue una suerte para nosotros que no nos alcanzara, pero también podría añadir que fue una suerte para él, ya que solo contábamos con un pequeño barril de agua y unas cuantas galletas saladas empapadas, tan repentina había sido la alarma, tan poco preparados estábamos para el desastre. Como creíamos que la gente de la chalupa estaría mejor abastecida (aunque, al parecer, no fue así), intentamos hacerles señas. No nos oyeron, así que, a la mañana siguiente, cuando amainó la llovizna (cosa que no ocurrió hasta pasado el mediodía), ya no vimos ni rastro de ellos. Por culpa del cabeceo del bote, no éramos capaces de mantenernos en pie para mirar a nuestro alrededor. Grandes olas agitaban el mar, y bastante teníamos con procurar mantenernos de proa a ellas. Los otros dos náufragos que habían logrado escapar conmigo eran un hombre llamado Helmar, pasajero como yo, y un marino cuyo nombre desconozco, un tipo bajo y robusto que tartamudeaba al hablar.

Ocho días en total pasamos a la deriva, famélicos y, una vez se acabó el agua, atormentados por una sed intolerable. Después del segundo día, el mar se fue aplacando hasta convertirse en una calma superficie cristalina. Para un lector corriente resulta de todo punto imposible imaginar esos ocho días. Por suerte para él, no cuenta con nada en su memoria que se lo permita. Pocas palabras intercambiamos al cabo del primer día; permanecíamos tumbados en el bote mirando el horizonte u observábamos con ojos cada vez más grandes y demacrados cómo la miseria y la debilidad hacían presa en los demás. El sol no tenía piedad. El agua se acabó el cuarto día, y ya nos enfrentábamos a ideas extrañas que solo expresábamos con la mirada; pero no fue hasta el sexto día, si mal no recuerdo, cuando Helmar dijo en voz alta lo que todos teníamos en mente. Recuerdo que nuestras voces sonaban secas y débiles, así que no nos quedó más remedio que acercarnos más y no explayarnos demasiado. Yo me opuse a la propuesta con todas mis fuerzas, prefería hundir el bote y perecer juntos entre los tiburones que nos seguían; sin embargo, cuando Helmar dijo que beberíamos si se aceptaba la propuesta, el marinero se avino a ello.

Sin embargo, yo no aceptaba echarlo a suertes, y, por la noche, el marinero no dejó de susurrar al oído de Helmar, mientras yo aguantaba sentado en la popa, con mi navaja en la mano, aunque dudo que hubiese sido capaz de luchar. Por la mañana acepté la propuesta de Helmar y lo echamos a cara o cruz con unas monedas de medio penique.

Le cayó en suerte al marinero, pero era el más fornido y no quiso acatar la decisión, así que atacó a Helmar con las manos desnudas. Forcejearon y estuvieron a punto de ponerse en pie. Me arrastré por el bote hacia ellos con la intención de ayudar a Helmar agarrando al marinero por la pierna, pero este último perdió el equilibro con el movimiento de la embarcación, y los dos cayeron juntos por la borda. Se hundieron como piedras. Recuerdo haberme reído y preguntarme por qué reía.

Me tumbé en una de las bancadas durante no sé cuánto tiempo, pensando que, de quedarme las fuerzas necesarias para ello, habría bebido agua de mar para enloquecer y morir más deprisa. Mientras estaba así tumbado, vi una vela acercarse por el horizonte, aunque le presté tanto interés como a un cuadro. A pesar de que mi mente debía de estar ya divagando, recuerdo todo lo acontecido con suma nitidez. Recuerdo que mi cabeza se balanceaba al ritmo del mar, y que el horizonte bailaba arriba y abajo con su vela. Sin embargo, también recuerdo con idéntica claridad que me creí muerto, y que me parecía una broma muy pesada que hubiesen estado tan cerca de salvarme antes de que yo abandonara mi cuerpo.

Durante lo que se me antojó una eternidad permanecí con la cabeza en la bancada, observando la danzarina goleta (se trataba de un barco pequeño, con aparejos en proa y popa) acercarse por el mar. Siguió dando bordadas, trazando un arco cada vez más amplio, ya que navegaba justo contra el viento. En ningún momento se me ocurrió intentar llamar su atención, y no recuerdo nada en concreto desde el momento en que vislumbré su costado hasta que me encontré en un pequeño camarote de popa. Conservo la vaga imagen de unas personas subiéndome a una pasarela, y de un gran rostro redondo salpicado de pecas y rodeado de pelo rojo que me miraba por encima del bordo. También me quedé con la impresión de haber tenido cerca de la mía una cara oscura de ojos extraordinarios, aunque lo tomé por una pesadilla hasta que volví a encontrarla. Curiosamente, también recuerdo que me hicieron tragar alguna sustancia. Y eso es todo.

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