Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 10

Viaje a Europa
muerto de hambre

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En 1978, en mi camino de regreso como mochilero desde Europa, estaba en Grecia casi sin plata ni saber cómo volver a Roma, desde donde debía embarcarme de vuelta a Chile en tres días. Casi se me había olvidado comer, al punto que llegué a bajar como quince kilos y sobrevivía a puras galletas y agua de la llave.

Llegué de noche al puerto de Patras y a pesar de que no logré juntar el valor del pasaje con las monedas que me quedaban, pedí en boletería que me permitieran abordar el último ferry a Italia, asegurando que viajaría a la intemperie. Me atendió una señora, quien a pesar de usar una barba tan larga como para trabajar en un circo, encontré hermosa cuando sonriente tomó mis últimos dracmas, peniques y chelines, y me permitió escabullirme a la motonave.

Era el único pasajero que viajaba a la intemperie, pero la llovizna y el viento helado me forzaron a bajar a una cubierta llena de húmedas bancas de madera. Nadie me preguntó nada y me acomodé dentro del saco de dormir hasta que de madrugada arribamos a Italia, cuyas lejanas luces nos habían guiado durante la noche.

Terminé de dormir en la estación de Brindisi, desde donde tomé un viejo tren al norte que paraba en todos los pueblitos. Me había propuesto no regresar a Roma sin visitar Asís, la tierra de San Francisco, para lo cual había guardado mis últimas liras. Compartía mi lugar con varios sicilianos que iban a trabajar a Turín y cargaban queso, jamón y vino para el viaje. Sobre una maleta jugaban cartas y comían entre carcajadas, torturando mis pobres tripas en completo ayuno.

Para matar el hambre fumé un cigarrillo ordinario del último paquete español que me quedaba. La cajetilla contenía “Bisontes”, que eran petardos camuflados de cigarrillos; llamó su atención y les ofrecí unos, que de seguro aceptaron por curiosidad. Del cigarrillo a la conversación medió un paso y mientras hablábamos, los sicilianos comían a carrillos llenos quesos y jamones, que alternaban con grandes sorbos de vino casero. No podían imaginar que el flaco chileno con que conversaban no lo era exactamente por su contextura natural, y a no ser por el traqueteo del tren, habrían escuchado el angustioso sonar de mis tripas.

Pasamos primero por la ciudad de Ancona, donde vivió el santo padre Pío, para dirigirnos después a la maravillosa Asís de San Francisco, mientras llevaba a punta de ayuno, mi propio camino a la santidad. Hablamos de todo en un italiano chapurreado mientras devoraba con mi vista cada bocado que se echaban a la boca mientras me acosaban a preguntas sobre cómo era Chile.

Creo que estaba a punto de desmayarme cuando me ofrecieron, indiferentes, compartir la comida. Sin duda mis ojos desorbitados y mi manera de engullirla a dos manos traicionaron mi templanza y medio avergonzados terminaron ofreciéndome todo cuanto llevaban. Comí lo que pude, confiándoles que apenas había probado bocado en varios días.

Nunca me habían sabido tan ricos los quesos, los jamones y los salames ahumados, y al despedimos emocionados en Asís, mi mochila estaba llena de comida.

Para hacer el cuento corto...

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