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El aterrador Chernóbil

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Estar trabajando en Ucrania y no aceptar una invitación a Chernóbil habría sido imperdonable. Habían transcurrido más de treinta años desde la tragedia nuclear y se había ya recubierto el siniestrado reactor con la mayor obra de ingeniería móvil jamás construida. Ya funcionaba el nuevo confinamiento seguro financiado por la Unión Europea que podría recubrir la catedral de Notre-Dame en París y desarmarla piedra por piedra.

Chernóbil, que era en 1986 la mayor central nuclear del mundo y gran orgullo de la Unión Soviética, pasó de la noche a la mañana a ser el lugar más aterrador del planeta y símbolo de la arrogancia humana. Los ingenieros despreciaron las medidas de seguridad y contaminaron por millones de años una región dos veces el tamaño de Santiago de Chile. Peor que el inmenso error, fue la incapacidad del gobierno soviético de admitirlo, condenando a muerte a miles de personas sin advertirles ni una palabra. Solo cuando diez días después la nube radioactiva llegó a Suecia, Rusia reconoció el descalabro que invadía a Europa.

Iniciamos el viaje a Chernóbil muy temprano en Kiev, lleno de iglesias de cúpulas doradas que parecían olvidar que “la religión era el opio del pueblo”. El camino se adentró por un paisaje de verdes praderas, salpicado de bosques hasta llegar a los primeros controles militares después de un par de horas. Era el inicio de la zona de precaución que encerraba un radio de treinta kilómetros alrededor de la planta.

La vieja burocracia era aún evidente en las unidades de resguardo militar, pues bastó un pasaporte chileno para que se desatara una larguísima petición de instrucciones al más alto mando militar que por supuesto a esa hora debía dormir su siesta. Tras dos horas de calurosa espera pude franquear el control de los sectores bajo vigilancia militar, donde la guerra fría parecía estar vigente. Los guardias armados evitaban que inadaptados no solo vandalizaran las ruinas, sino que desafiaran las más elementales medidas de seguridad ocupando ilegalmente las viviendas. Si bien la radiación era menor a la experimentada en un vuelo transatlántico, había lugares específicos donde sí era muy peligrosa.

Mi primera visita fue a la mayor antena jamás construida para la detección temprana de un ataque nuclear utilizando la ionósfera. Se le apodaba “pájaro carpintero” por el ruido de su interferencia en las bandas de radio. Medía cuatrocientos metros por doscientos treinta de altura, parecía sacada de una novela de ciencia ficción y estaba abandonada. Llegué más tarde a la planta nuclear y como llevaba un permiso especial se me permitió observar de cerca el enorme casco de acero inoxidable que protegía a Europa de nuevas nubes radioactivas. Trabajaron en su construcción siete mil trabajadores de una empresa francesa encargada del proyecto que costó un billón de Euros en diez años.

Pripiat era la progresista ciudad que albergaba a los empleados de la central y se caracterizaba por su ejemplar modernidad, pues contaba con hospitales, colegios y centros de entretención de primer orden. Tras dos días de criminal demora después del desastre, en que la radiación invadió la ciudad, fueron evacuados sus treinta y cinco mil habitantes sin recibir la menor explicación. Nunca más alguien volvió y después de treinta años ha sido absolutamente invadida por la vegetación.

Recorrer la ciudad fantasma fue aterrador y no podía quitar el ojo del contador Geiger que llevaba colgado al cuello. El aparato marcó siempre niveles normales de radiación, pero seguí irrestrictamente la ruta señalada por mi guía. Los lugares más contaminados fueron la famosa plaza de juegos que nunca se llegó a inaugurar, donde los helicópteros recargaban el plomo para sofocar al reactor; los sótanos del hospital donde se mudaban los bomberos; y el famoso bosque rojo, por frente del cual se transitaba por breves segundos y desataba una sinfonía de alarmas de los Geiger del grupo que me acompañaba.

Fue una experiencia muy difícil que me llevó a reflexionar acerca de la soberbia humana y cómo la naturaleza ha florecido en ausencia de los depredadores humanos. Hoy proliferan en la zona de exclusión grandes bosques donde viven lobos, zorros, osos, alces, castores, linces y caballos salvajes por los que antes se temía su extinción.


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