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Bajando el Amazonas

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Ecuador es un país asombroso, pues reúne tres naciones en su pequeño territorio: la costa, la sierra y la selva, que tiene su origen en las nevadas cumbres del Chimborazo, desde donde nacen los arroyos que forman el río Napo que escurre hasta el atlántico convertido en el Amazonas, el mayor río del mundo.


Fuimos en familia con varios amigos a la selva desde Quito, cruzando en jeep la cordillera por el volcán Intisana, desde donde descendimos a la sofocante jungla amazónica. Los pueblos del camino eran un montón de casas de madera y zinc al costado de calles sucias y fangosas de tanto llover.

El camino de ripio se iba estrechando entre palmeras, árboles gigantescos y puentes militares hasta llegar al pequeño puerto de Mishaguallí sobre el río Napo, donde dejamos los vehículos. Desde allí salían largas canoas hechas de un tronco de Ceiba que artesanos construían a hacha y azuela. Iban equipadas con motores fuera de borda y a diario transportaban carga y pasajeros por el caudaloso y turbio cauce del río, de más de cuatrocientos metros de ancho. Tomamos dos botes que en un par de horas de navegación nos llevaron al rústico hotel de un suizo, quien construyó unos palafitos sobre el río junto al pueblo de Ahuano, donde convivían aborígenes aucas y colonos. Cada cabaña tenía anexada una jaula con alguna fiera que, al amanecer, oficiaba de despertador con sus aterradores rugidos.

Desde allí hicimos varias excursiones, como a una isla de simios, donde un travieso mono araña no encontró nada más entretenido que colgarse del chape de mi hija, entonces de siete años, que salió despavorida con todos nosotros tratando de alcanzarla, hasta que el simio burlón de un salto se perdió entre los árboles. Nos bañamos río abajo junto a las pirañas que aún a esa altura del río no se enervaban por el calor que las enfurecía, y comimos en una casa nativa hecha sobre pilotes en la mitad de un pantano plagado de cocodrilos. Tras una excursión llegamos exhaustos a nuestro hotel para de bajativo observar cómo una “domesticada” e inmensa boa constrictora engullía entera a una hipnotizada gallina que el suizo reponía a menudo.

En esos días se celebró el carnaval de Ahuano, que remataba con un festival cuyo plato fuerte era un concurso de belleza en el que competían por igual las indígenas locales y las pioneras venidas de la sierra. A falta de varón neutral, me pidieron que me integrara como miembro a un jurado que ya componían el suizo y el alcalde. Me instalé a tal efecto sobre un decorado estrado, donde pintaron mi cara con betún negro y pintura blanca según sus costumbres. Bajo una mortecina luz de generador, las candidatas desfilaron en traje de noche y después en bikini, tras lo cual fueron seleccionadas las finalistas: una colona y la otra auca.

La ventaja era para la serrana, pues era bien agraciada y la indígena apenas sabía castellano para responder las consabidas preguntas del jurado. El alcalde votó por su coterránea, el suizo por la serrana y recayó en mí el voto dirimente ante la expectación de la comunidad nativa, que estalló en júbilo cuando por humanidad di el premio a la originaria. Esa noche recibí grandes muestras de cariño de los nativos, quienes me atiborraron con frutas y licores tropicales.

Al día siguiente debimos arrancar de Ahuano, pues se desató el peor diluvio en años, que hizo subir el río en varios metros arrastrando a su paso cientos de árboles. Nos apretujamos alarmados en un par de canoas que cubrimos con plásticos para soportar el aguacero y nos entregamos a las manos de los canoeros, que, a fuerza de motor, pudieron por horas remontar con dificultad la furiosa corriente, esquivando rápidos y troncos.

Cuando logramos desembarcar, estábamos empapados y agotados, pero felices tras asegurarnos de que estábamos bien y juntos en tierra firme.

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