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De okupa en Bangkok

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Viví y trabajé en Bangkok por dos años en que iba y venía desde Chile. Era parte de una misión que buscaba enderezar las finanzas públicas de Tailandia, arruinadas por los efectos de la crisis del Sudeste Asiático de 1998. La inmensa ciudad bullía en actividad, pero la gran mayoría de las empresas estaban al borde de la quiebra.

El Banco Mundial contrató a consultores extranjeros en busca de soluciones a la bancarrota: americanos, alemanes, australianos, y yo, un chileno que por entonces conocía algunas buenas prácticas de nuestra experiencia nacional. Mientras se instalaba la misión, fuimos tratados a cuerpo de rey en el lujoso hotel J. W. Marriot. Los desayunos, incluidos en la tarifa, eran apoteósicos y yo, que andaba con pocas “lucas”, me atiborraba de comida para ahorrarme en las tardes los costosos restoranes donde cenaban mis colegas.

La misión inicial terminó en tres meses y el gobierno tailandés formalizó un paquete de ayuda por la entonces impresionante cifra de diez mil millones de dólares. Algunos consultores volvieron a sus países y otros nos quedamos contratados, sujetos a la tortuosa tramitación del banco y el gobierno de Tailandia. A nadie le importaba mucho la demora, pues en general los expertos internacionales tenían muchas reservas, pero en mi caso, dólar que ganaba se iba al campo donde habíamos plantado nuestra primera viña familiar. Al cabo de dos semanas no me quedaba nada y con los contratos estancados en algún trámite burocrático, me era imposible seguir pagando un hotel y no tenía dónde ir.

En la administración fiscal los funcionarios eran de clase media, así que empecé a indagar entre ellos acerca de un lugar donde vivir modestamente. Mientras tanto tuve la suerte de encontrar en la estación del metro de Chatuchak, un cajero automático que dispensaba hasta treinta dólares sin revisar los saldos si la tarjeta de crédito era dorada. Llegué a rezar delante de estos para que no se me bloqueara antes de recibir mis primeros honorarios; desde entonces, los llamo “San bancomático”. Más de alguien me debió tomar por lunático cuando disimuladamente me persignaba frente a la dichosa máquina.

Por fin me pasaron el dato de una empresa constructora que, habiendo quebrado, su dueño se alojaba en un edificio en obra gruesa arrendando los cuartos utilizados por sus maestros. Me interesé pretextando que, si bien era muy modesto, me quedaba solo a cuadras de mi oficina cerca de Don-Maeng. Me atendió el dueño que había habilitado un pequeño vestíbulo muy aterciopelado con efigies doradas de Buda, y le arrendé una habitación por algo parecido a diez dólares la noche, claro está que sin servicio de habitación ni pago por adelantado.

El edificio, de unos doce pisos, estaba en obra gruesa con sus fierros de construcción aún expuestos; era lúgubre y aterrador cuando obscurecía, pues sus pasillos se iluminaban mortecinos con algunas ampolletas colgadas muy a lo lejos. Se accedía al cuarto piso por un montacargas y la obra de concreto estaba repleta de tablones y escombros, donde era evidente que los trabajos habían concluido abruptamente, pues muchas carretillas aún contenían su carga. La habitación estaba modestamente amoblada, pero tenía pestillo y fue mi hogar por siete meses, hasta que pude mudarme a un departamento mejor.

Había unos cuantos huéspedes occidentales viviendo en las mismas condiciones, y cuando nos encontrábamos en las escalas parecíamos sobrevivientes de un holocausto nuclear y nos sonreíamos con muecas más propias de un cine de horror que de cordialidad. Todos debimos habernos preguntado acerca de las razones por las que nos encontrábamos entre tanto concreto, fierros mohosos y pasillos polvorientos llenos de ecos. De ahí cruzaba la calle a una gasolinera a comer mi humilde hot-dog, y de ahí, en ancas de una motocicleta, al Ministerio de Hacienda a renegociar la deuda de Tailandia con el Banco Mundial. Viajar en estas me costaba unos treinta pesos y podía escoger entre varios patipelados que se ofrecían a llevarme por las congestionadas calles de Bangkok sin los menores elementos de seguridad.

Visité el edificio en un viaje el año 2009. Era después de diez años un próspero hotel y se llamaba pomposamente Mansión Panchoong, y estaba finamente terminado.

Ahorré mucho viviendo ahí casi de okupa, pero tras recibir mis honorarios me mudé a donde no debiera comer en la calle. La construcción estaba lejos de todo y me agarré una infección estomacal terrible que me tuvo tan mal, que una noche escribí en el espejo del baño mi dirección y teléfono de Santiago por si algo terrible me pasaba.


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