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Los jenízaros de Estambul

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En 1993 una mujer fue nombrada ministra de Finanzas en Turquía, quien, contrario a la tradición musulmana, tenía un doctorado en economía en la Universidad de Yale y estaba empeñada en la modernización económica del país. Pidió apoyo al Banco Mundial y tuve la suerte de integrar uno de los grupos de trabajo junto a varios expertos, entre los que había un Sij hindú, dos americanos, un italiano, un ucraniano y un colombiano.

Nuestra misión se inició en Ankara, pero debí trasladarme por un tiempo a Estambul, coincidiendo con un concierto de Madonna que copó los hoteles de la ciudad, y no hubo más opción que reservar en el único disponible pues sus piezas costaban más de setecientos dólares por noche. Era el mismísimo palacio Ciragan de los últimos sultanes, que la cadena Kempinski tenía concesionado.

Mi pieza daba al Bósforo cerca del puente que une Europa y Asia, bajo el cual pasaban los inmensos buques que iban y venían del mar negro, así como miles de botes y ferris que la gente usaba para movilizarse por Estambul. El palacio tenía un atrio monumental, un gran frontis barroco hecho de mármol de una cuadra de largo y unos jardines maravillosos que daban al mar. El servicio hotelero era digno de califas y monarcas. No pude aprovechar las happy hours, pues los huéspedes llegaban de esmoquin acompañados de sus mujeres en traje de noche.

Mi oficina en Estambul daba sobre el Gran Bazar de Suleiman mirando hacia la Mezquita Azul y Santa Sofía. Al lado se podía observar parte de los jardines de Topkapi, el antiguo palacio del harén.

Nuestra misión abarcaba muchos tópicos, uno de los cuales era revisar el funcionamiento de las aduanas. Lo primero que nos llamó la atención fue que los funcionarios eran más rubios que el resto de la población, y sus procedimientos evidentemente redundantes. Revisaban varias veces cada papel, sin agregar mayor valor, y decidimos hacer un exhaustivo análisis de sus procedimientos para comparar sus eficiencias con mejores estándares internacionales.

Demás está decir que no me bastaba con vivir en el palacio del harén del Sultán, sino que me largaba a recorrer apenas había un momento libre y me las ingenié para conocer lugares que los turistas ni sospechaban. Los mercados de noche eran un verdadero espectáculo de colores, olores y formas.

Una de nuestras tantas conclusiones y sugerencias al viceministro de finanzas fue reducir cuarenta mil empleados y sistematizar la institución. Él comenzó a leer en silencio nuestro aide memoir, y lo rechazó a poco de empezarlo. Nos dijo que era imposible hacer lo sugerido pues las aduanas pertenecían a los jenízaros, la feroz guardia personal que tenía el sultán y que se nutrió por siglos de niños eslavos secuestrados desde las naciones ocupadas. Eran tan poderosos que ni el propio ejército otomano los podría haber reducido a la fuerza. Tras la derrota de Turquía en la primera guerra mundial, Atatürk creó la república y no le quedó otra que cederles las aduanas para conseguir su lealtad al nuevo gobierno.

―Si insisten en sugerir reducir el personal de aduanas, los Jenízaros se encolerizarán y todo este proyecto estará en riesgo. Debieran leer nuestra historia.

El general Atatürk no quiso tener una quinta columna enquistada en su reciente ejército republicano y prefirió olvidar la reorganización de las aduanas incorporando en ellas a varios regimientos de jenízaros.

Debimos enmendar nuestra sugerencia con tal de evitarnos despertar la legendaria furia de los antiguos jenízaros, y abocarnos a estudiar otros flancos de la administración fiscal. Sin embargo, el desencanto pasó muy pronto al olvido, pero nunca la experiencia de haber trabajado en aquellos exóticos lugares con las más impresionantes vistas de Estambul.


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