Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 33

Recorriendo la India
en tren

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Si se quiere conocer de verdad la India, la mejor manera es en un tren común y corriente, de esos que transportan millones de personas en miles de convoyes que se desplazan por todo el subcontinente a diario. Tomé mi primer tren en Agra, sede del famoso Taj-mahal, con destino a Nueva Delhi. Había visitado el maravilloso templo en un día en que los termómetros marcaron 52º C a la sombra. Para paliar el calor adquirí varias botellas de agua helada que al segundo trago ya estaba caliente e intomable.

Compré un pasaje que no tenía clase, en una estación victoriana abarrotada de personas que pujaban por subir y bajar de los vagones que cada tren acercaba a los andenes con horas de atraso. Se veían muchas mujeres vestidas de sari, musulmanas tapadas con velo, miles de barbudos sijs cubiertos de vistosos turbantes que parecían tener mucha prisa, mientras algunos camellos y vacas deambulaban indiferentes entre el gentío.

Mi tren demoró dos horas en llegar y sobre sus vagones venían miles de personas que trepaban a los techos con asombrosa facilidad, a pesar de que no debía quedar en ellos ni un centímetro cuadrado libre. Tras empujar mucho rato dentro de la marea humana, logré avanzar y hacerme de un lugar en un carro repleto de viajeros amontonados en escaños de acero apilados como estantes. Eran tres pisos de escaños y en cada uno viajaban familias completas que conversaban, comían y dormían apretujadas en el más variado conjunto de colores y olores.

Logré sentarme al lado de la ventana y percibir el caliente aliento de los arrozales hindúes repletos de búfalos negros. Más al interior, el aire era irrespirable, en especial cuando muy cerca de mi cara se balanceaban las sudadas sandalias plásticas de quien iba en el piso superior y con frecuencia se hurgaba los dedos de sus pies a solo centímetros de mis ojos. Todos comían fruta, pan, refrescos y frituras envueltas en papel de diario mientras se intercambiaban asientos trepando. Los viajeros entablaban con facilidad conversaciones con sus vecinos y trocaban comistrajos en el calor infernal de los vagones, que algo se aliviaba cuando adquiríamos velocidad.

En mitad del interminable viaje, sentí que alguien me tocaba los tobillos y de un brinco me aparté para dejar pasar a un leproso que se arrastraba mendigando por el suelo. Un tipo que iba sentado al frente observó mi cara de espanto y en un mal inglés me hizo ver que no era contagioso y que le diera un par de rupias para evitar que siguiera limosneando a costa de sus muñones.

No pasó mucho rato antes de que se presentara una travesti apretujada por la muchedumbre que se atoraba en el pasillo. Vestía un sari colorido y desgastado, llevaba una diadema en la cabeza y barba de tres días. La aparatosa cosmética de la cara se había corrido y le faltaban dos o tres dientes. Nadie se negó a poner algunas rupias sobre su mano suplicante. Por supuesto, no me resté y esta vez el tipo me dijo que nadie se negaba, pues maldecían a los mezquinos con mucha facilidad y los hindúes eran muy supersticiosos.

Llegué a la gigantesca estación de Nueva Delhi casi a la medianoche y contraté en Connaught Circus un rickshaw para que me llevara a mi hostal inmerso en un sobrepoblado arrabal de chabolas y baratillos. Me daba pena ver las flacas piernas de mi conductor bengalí trotando forzadas por la barrosa calle mientras tiraba del carricoche, pero me lo habían aconsejado por seguridad, pues la paradójica paz de los antiguos callamperíos hindúes había pasado a la historia.


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