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El mítico Nepal

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Katmandú estaba en un valle enclavado entre los más altos picos del Himalaya, y la escasa longitud de su aeropuerto obligaba a los pilotos a peligrosos aterrizajes, sobre todo arriesgados si se volaba en los viejos aviones de la línea aérea pakistaní que salían de Karachi.

La capital Nepalí reflejaba su ancestral y mística cultura reuniendo pintorescamente budismo e hinduismo, cuyo espíritu mágico la llevó a ser un referente espiritual de la juventud en los años 60s y 70s. Aún vivían allí muchos hippies sesentones que se confundían con los expedicionarios al Himalaya.

Pude conseguir alojamiento en un hotel limpio y modesto, que por treinta dólares diarios me permitía baño privado y un frugal desayuno. El único inconveniente era que mi habitación daba a una escuela monacal budista, cuyos seminaristas cantaban monótonamente toda la noche, acompañados de tambores y el desesperante ulular de las campanas tibetanas.

Las empedradas callejuelas confluían en la céntrica plaza Durbar, que desde siglos estaba frente al antiguo palacio real, rodeada de viejos templos budistas. Entre estos deambulaban turistas, mendigos, comerciantes y santones pintarrajeados con melenas apelmazadas y túnicas de color azafrán, invocando a Krishna, atentos a cobrar algunas rupias por fotografiarse con ellos. La plaza mayor era el mejor lugar para comprar la artesanía local, pero había un fuerte olor a humo, incienso y marihuana, además del inquietante hedor de las piras de cremación hindúes en el cercano río que escurría hacia el Ganges.


La construcción antigua era de piedra y ladrillo, y sus pisos superiores de madera labrada con ventanas, cornisas y techumbres chinescas. En los templos entraba y salía mucha gente que subía y bajaba escalas ofreciendo flores e incienso en sus altares, a los que llegaban en triciclos cuyos escuálidos pedaleros se disputaban los clientes.

Los centros místicos del budismo eran la colina de Pashupathinat y la famosa Stupa Budhanat, una inmensa pagoda blanca de cúspide dorada, de la que colgaban cintas y coloridas guirnaldas de papel, al centro de una plaza de hospederías para peregrinos. La religiosidad hinduista se concentraba en un templo de cúpula blanca en la mitad de una laguna. Pathan era un barrio religioso más allá del río que dividía la ciudad, en el que se podía admirar varias pagodas y templos, así como un enorme y arcaico monasterio de monjes budistas que vivían en permanente oración. Dejé los zapatos confundido entre la marea de nepalíes que deambulaban por la vieja ciudad que el mundo conoce por su misticismo. Tuve la suerte de ver tanta maravilla apenas seis años antes de que un devastador terremoto arrasara la ciudad, que seguramente tardará mucho en ser reconstruida.

Para captar el espíritu de la ciudad, la caminé días completos o en algún rickshaw si me agotaba, y destiné un día al obligado sobrevuelo del Himalaya en avión. Para hacerlo había que recurrir a las compañías aéreas locales que operaban aviones a hélice, de segunda mano, y transportaban variada carga y pasajeros entre los encajonados valles cordilleranos, ostentando desgraciadamente los peores registros de accidentes en el mundo.

Los aviones demoraban bastante en tomar altura y mi vuelo duró dos horas sobrevolando seis o siete de las más altas y nevadas cumbres de mundo. El piloto se acercó a las montañas cuanto le permitieron los vientos hasta llegar al majestuoso Everest, que miraba impávido al mundo desde su inmensidad. Nos tocó un día despejado como no se veía en años, según dijo el piloto, y lo sobrevolamos por largo rato divisando boquiabiertos las pequeñas manchitas de colores de las lejanas bases de expediciones.

Tras las explicaciones que nos dio el comandante de la nave sobre la historia de la montaña más alta del mundo y sus grandes excursiones, volvimos a Katmandú algo frustrados por no haber podido ver rastro alguno del enigmático hombre de las nieves, a pesar de que volábamos en “Yeti” Airlines.

Para hacer el cuento corto...

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