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La Basílica de la Natividad

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Belén está en Palestina, en las afueras de Jerusalén. Su población fue mayoritariamente cristiana hasta mediados del siglo XX, pero desde entonces los cristianos han emigrado huyendo de la guerra entre musulmanes y judíos, pues no quieren sufrir las consecuencias de un conflicto ajeno que les afligía mucho.

La basílica de la Natividad es una imponente iglesia de piedra con un exterior sobrio y poco llamativo. A pesar de ser la más antigua de la cristiandad, nunca fue destruida en las grandes invasiones persas y musulmanas. Los primeros se contuvieron al reconocer en un ábside la adoración de los reyes magos representados ofreciendo oro, incienso y mirra en el pesebre, vestidos como los astrólogos persas que eran. Los musulmanes fueron tolerantes con los cristianos, pero el fanático califa Al-hakim arrasó con todo cuanto pudo, respetando la basílica de la natividad, pues la Virgen María es venerada en el islam como la segunda mujer en importancia después de Fátima, la hija de Mahoma.

A la basílica se ingresa por la pequeña “puerta de la humildad”, que fue refaccionada por el islam para forzar a los altivos cruzados a inclinarse ante el suelo santo. En el interior predomina la decoración griega ortodoxa con cientos de faroles rojos de aceite, y la luz que se cuela por los antiquísimos vitrales ofrecen un aspecto mágico.

Tras el altar mayor se encuentra el pesebre al que se accede bajando una escala de caracol muy estrecha. La pequeña estancia está muy decorada y dividida en dos secciones, la mayor corresponde al lugar exacto del nacimiento señalado con una estrella de plata y donde celebran su misa los ortodoxos. A un costado hay una pequeña estancia de tres metros cuadrados donde habrían estado el asno y el buey, destinada a las misas de los católicos romanos.

Llegué muy temprano y tuve media hora para reflexionar y rezar, hasta que unas monjas griegas me echaron con viento fresco, pues era hora de la misa ortodoxa y se adelantaron a cubrir todas las efigies católicas con unos tapices bordados de oro. Debí esperar que entrara y saliera un pope ruso ricamente ataviado y sus acólitos que cerraron a machote el acceso. Me entretuve escuchando los cantos bizantinos que emergían de la tierra. Terminaron su misa en media hora y luego de dejar todo bien arreglado, se fueron.

A la espera estaba el turno del catolicismo, de lo que me alegré pues me resultaba muy emotivo poder escuchar misa en ese sagrado lugar. Llegó un joven cura americano que esperaba su turno vestido de civil hasta que unas monjas le entregaron sus hábitos que se puso antes de bajar al pesebre. Esta vez traté de hacer lo mismo y el mismísimo cura me rechazó con un grito, al que contesté en inglés que era católico, pero las monjas furiosas me cortaron el paso. Hacía poco rato dos señoras inglesas habían también esperado oír misa, pero igualmente fueron rechazadas y todos nos miramos desconcertados. La verdad es que estaba indignado y de no haber sido por el lugar donde estábamos, le habría gritado unas cuantas verdades.

Esperé hasta que el gringo saliera para dirigirle una mueca de desagrado y poder bajar al santo lugar. No pude dejar de reflexionar acerca de la espantosa rivalidad que existe entre quienes debieran transmitir el mismo mensaje de amor y tolerancia de quien no nació en esa basílica, sino en un humilde pesebre, que después decoramos con oro y egoísmos.

Luego, tuve la suerte de escuchar misa en la cueva de los pastores, celebrada por un cura español muy amistoso que guiaba a unos peregrinos mexicanos.


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