Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 25
Ironía en Moscú
ОглавлениеHablar de Rusia para nuestra generación era hablar del ateo comunismo soviético, la aterradora amenaza nuclear bolchevique y el enemigo a ultranza de occidente. Sin embargo, la historia dio un irónico giro cuando la Unión Soviética colapsó. Por esas cosas de la vida, debí partir a Moscú en 1999, en una misión del Departamento del Tesoro Americano que buscaba darle apoyo financiero al gobierno de Yeltsin, sumergido en una crítica situación económica. Volé desde Copenhague a Moscú para aterrizar en el nevado aeropuerto de Sheremétievo, e ingresar al país tras soportar un áspero y largo interrogatorio de una amarga oficial de inmigración, intrigada sobre mi viaje.
Al día siguiente me presenté en la misión y me asignaron una oficina en la Plaza Roja frente al Kremlin, donde alguna vez funcionó la dirección general de la KGB, que entonces era una agencia estatal para asuntos sociales. Todas las murallas estaban acolchadas en cuero para aislar mejor los secretos de Estado, que ya no eran sino los del ministro de Ingresos de Rusia, Gyorg Boos.
Mi pega consistía en analizar un préstamo de mil quinientos millones de dólares que parecía haber naufragado en los bolsillos de unos cuantos jerarcas de la ex Unión Soviética. Se quería implantar una red transaccional para pagar impuestos y derechos aduaneros a través de toda Rusia, y yo debí sugerir a cambio, un procedimiento a través de su incipiente sistema bancario, basado en el ejemplo de nuestra experiencia chilena.
Me habían advertido en Dinamarca que no sería un tema fácil pues había muchos intereses obscuros. Las reuniones eran tensas y masivas pues concurrían los responsables de hacienda de decenas de provincias de la Federación Rusa. Todas las conversaciones se eternizaban, ya que el protocolo sospechosamente exigía doble traducción del inglés al ruso y del ruso al inglés.
La simplicidad de nuestra solución no caía bien y mis exposiciones eran constantemente interrumpidas por dos o tres funcionarios que golpeaban la mesa con sus palmas, a pesar de la receptividad del resto. Para poner orden, alguna vez un directivo la golpeó con su zapato y nuestra reunión terminó de noche con pocos resultados. Por suerte, en esa oportunidad terminamos todos bebiendo vodka amistosamente en un bar cercano, donde se nos unió quien había sido, hacía poco, subsecretario del Tesoro americano y para entonces era jefe de la misión.
Seguimos trabajando en el tema sin mayores avances, cuando en una oportunidad, de improviso, entró en mi oficina el viceministro de planeación, al que llamaré Tchevelskow, para contarme que el General Pinochet había sido detenido en Londres. No me sorprendí pues por Internet me había enterado de la noticia. Me preguntó acerca de sus razones para visitar Inglaterra y su amistad con Margaret Thatcher. Solo pude responder a medias lo que por la prensa había leído y escabullí sus preguntas que no me resultaban cómodas.
La conversación duró un par de minutos y se despidió alegre con el siguiente comentario: “… cuando se lo devuelvan, mándelo para acá para que enderece nuestra economía”. Quedé de una pieza, e independiente del hecho de tratarse de una broma, me sentí parte de una trama surrealista: estaba trabajando en el búnker más temido de la KGB frente a la plaza roja, con vista al mismísimo Kremlin, y un ministro de estado ruso me requería la ayuda de Pinochet.
Aún estupefacto, solo atiné a ir a caminar por la plaza roja y comer un sándwich en la estación del metro Ploshchad-Revolyutsii. Por mi desconcertada sonrisa, me deben haber tomado por lunático.