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Bomba en Budapest

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Mi oficina de Budapest estaba a medio camino entre el castillo imperial de los Habsburgo en el cerro de Buda desde donde gobernaban los famosísimos Francisco José y Sissy, y la estación de ferrocarriles Deli. Ajenos a la fastuosa historia del Imperio austrohúngaro, en la misión del Banco Mundial éramos siete extranjeros que teníamos la costumbre de almorzar en un pequeño restorán a dos cuadras de la oficina, donde algún consultor que sabía hablar húngaro nos traducía el menú del día, pues la dueña no hablaba sino su idioma natal.

En una oportunidad salieron todos a vacacionar, y estando solo, prefería comer algo más fácil de pedir en un McDonald, por lo que tomaba a diario un tranvía que me dejaba en el centro de Budapest. Para ir allí, cruzaba el túnel bajo el castillo imperial y el famoso puente Szechenyi colgando de sus enormes cadenas, y por la avenida Joszef Attila llegaba a la plaza Erzsebet-Ter en pleno corazón de Pest. Desde allí era entretenido caminar despreocupado hacia el concurrido bulevar Vaci Utca, donde estaban las poquísimas tiendas de marca y los aún escasos restoranes internacionales que la ciudad tenía.

El 5 de Julio de 1998, cuando salía de mi oficina a tomar el puntual tranvía de la una de la tarde, el jefe de nuestra misión entraba al edificio. Del saludo derivamos a una conversación que demoró lo suficiente para perder el transporte acostumbrado, que vi pasar al despedirnos. Contrariado, debí esperar sobre la nieve el siguiente que pasaría quince minutos más tarde, soportando un viento helado que calaba los huesos a pesar de llevar puesta una gruesa parka.

Apenas crucé el río Danubio, me percaté de que algo andaba mal: se escuchaban sirenas, había muchos policías dirigiendo el tráfico que estaba muy congestionado, mientras un par de helicópteros sobrevolaba el lugar. Me bajé para apurar el paso, pero no alcancé a avanzar más que unos metros cuando un policía me detuvo con rudeza, y a pesar de la dificultad del húngaro, entendí con claridad que una bomba terrorista había estallado en el centro de la ciudad. Vi tanta conmoción que inquieto volví grupas y caminando rehíce el trayecto a mi trabajo.

En la oficina nadie pudo explicarme bien de qué se trataba y debí esperar el noticiero de la noche para leer el resumen en inglés que un canal desplegaba al pie de la pantalla. Había explotado un automóvil repleto de dinamita estacionado al costado del McDonald a la 1:30 de la tarde, matando a cinco personas, y dejó a más de treinta con heridas de diversa consideración. La explosión fue tan grande que el auto quedó colgando del balcón de un cuarto piso y el restorán fue arrasado por la onda expansiva que destruyó todo lo que encontró a su paso.

Los titulares de los diarios del día siguiente solo se referían al atentado y agregaban fotos repletas de escombros y sangre. Cuando leí las explicaciones policiales, constaté aterrado que un Fiat Polski cargado de explosivos había sido estacionado exactamente frente al ventanal trasero del restorán, a cuyo lado yo acostumbraba a comer en forma casi rutinaria, pues ese lugar estaba siempre más vacío. Fue un ajuste de cuentas de las mafias rusas que lavaban su dinero en inversiones en países que se les habían adelantado en su apertura económica, en especial en restoranes, los que eran muy concurridos por una ciudadanía ansiosa de consumir hamburguesas occidentales.

Mi vida ha transcurrido en muchos lugares peligrosos como Bogotá, Yakarta, Ciudad de México o Pakistán, pero Hungría era y es un país pacífico y civilizado, donde resulta casi imposible imaginar la posibilidad de morir en un atentado y menos en el centro de su maravillosa capital.

No puedo sino agradecer a Dios la bendita demora en el zaguán del edificio y reconocer de por vida la suerte de haber tenido una conversación inoportuna.


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