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La masacre de la Mezquita Roja

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Mi pensión era para consultores extranjeros en el sector G-6 del mejor barrio de Islamabad, donde abundaban embajadas y ostentosas mansiones de políticos y magnates locales, custodiadas por centenares de guardias armados con ametralladoras. En sus calles, casi no se veía gente y nunca mujeres. A pesar del lujo del barrio, estaba mal urbanizado y olía a pestilencia pues lo cruzaban arroyos que transportaban aguas negras desde los cerros y parques donde se encontraban muchos campos de refugiados afganos. Además, desde hacía años, Pakistán arrastraba una crisis energética de proporciones y la luz era racionada hora por medio.

Cada barrio tenía sus mezquitas y destacaba la llamada Lal-Masjid (o Mezquita Roja), a solo cinco cuadras, que además del templo, incluía una escuela islámica. La alta sociedad pakistaní, educada en Inglaterra, era bastante liberal en la práctica del islam, sin embargo, la guerra de Afganistán los llenó de talibanes, que en el 2007 se enseñorearon en Lal-Masjid. Los clérigos predicaron una guerra santa y el barrio se vio convulsionado por la presencia de miles de militantes armados y mujeres cubiertas con burkas negros.

El gobierno del general Musharraf se alarmó y presionó diplomáticamente, pero nada resultó y los clérigos talibanes envalentonados por su fe, desafiaron hostilmente al gobierno recibiendo apoyo de otras comunidades, lo que gatilló una acción militar contra la mezquita.

Primero los militares cercaron el barrio construyendo barricadas de sacos y alambre de púas, después instalaron nidos de ametralladoras mientras aviones y helicópteros sobrevolaban amenazadores. Por último, fuimos rodeados por tanques y se cortaron los servicios básicos, sin los cuales y dadas las temperaturas cercanas a los cincuenta grados, era imposible sobrevivir. Entonces fue cuando la metralla rompió el silencio y las ráfagas se sucedieron ininterrumpidas día y noche, incrementadas por intermitentes disparos de obuses. Algunos sonaban lejos y otros muy cerca, pero nunca vi explosiones

El ejército repartía agua en botellas desechables y no podía salir del lugar a pesar de los esfuerzos del consulado chileno para evacuarme. Nuestra pensión contaba con un pequeño generador que mantenía nuestros refrigeradores funcionando intermitentemente, pero la comida empezaba a escasear.

En los días anteriores, mi apariencia occidental me permitía salvar las barricadas, pero después fue imposible romper el sitio. Frente a nuestra pensión se instalaron un tanque y un camión con soldados por dos días completos, antes de que se lanzara el ataque combinado de fuerza y aire. Recuerdo con horror haber observado tomar posiciones al tanque a pesar de que nunca disparó y haber visto la cara de los pilotos de los helicópteros cuando maniobraban para disparar misiles que, tras una estela de humo, destruían estruendosamente sus objetivos. Todo el barrio se cubrió de una humareda parda con un fuerte olor químico. Las mansiones del barrio se llenaron de sacos de arena amontonados junto a los portones exteriores y sus ventanales fueron cubiertas con tela adhesiva para evitar el estallido y astillamiento de sus vidrios. Atrás de las improvisadas trincheras de las casas aguardaban decenas de guardias armados.

Tras dos días de asedio, los talibanes sucumbieron a la artillería del ejército, permitiendo el ataque de los comandos que encontraron una fiera resistencia para terminar en una terrible masacre. Murieron un coronel, varios oficiales y miembros de la tropa de asalto, con un saldo final de más de seiscientos talibanes fallecidos según las cifras oficiales que se publicaron dos días después tras levantar el sitio para evacuar a los caídos a escasa distancia de donde yo vivía. Si bien los pormenores se rumoreaban a viva voz y con bastante detalle, nunca se publicaron reportajes o fotografías de la refriega.

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