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La frontera eslovaca

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Eslovaquia es la hermana rústica de Chequia, con la que antes conformaba Checoeslovaquia. Étnicamente debieron ser iguales, pero tenían un espíritu bastante diferente pues mientras los checos eran cosmopolitas y alegres, los eslovacos eran reservados y rudos. Los primeros eran occidentales de tomo y lomo, los segundos añoraban la dependencia soviética, tal como lo habían expresado sus electores después de la caída de los muros.

Con mi esposa partimos de Budapest a Praga, saliendo de la estación de ferrocarriles Keleti Palyaudvar una noche de invierno en 1997, tras una tormenta que había dejado las calles cubiertas de nieve sucia. El viaje fue razonablemente cómodo hasta llegar a Sturovo, en Eslovaquia, donde a las dos de la mañana el tren se detuvo en un control fronterizo tras recién cruzar un gran puente sobre el río Danubio. La estación estaba desierta y una densa neblina se entreveía en los andenes cubiertos por una gruesa capa de nieve bajo conos de luz mortecina de los faroles de lata.

Estuvimos detenidos mucho rato para cambiar de locomotora mientras se escuchaban algunos gritos de ferroviarios y ruidos de enganche. Me asomé intrigado al pasillo donde muchos pasajeros salían a fumar en silencio, cuando mirando por las ventanas, me sorprendí al ver militares uniformados a la soviética revisando el tren. Un grupo lo hacía caminando sobre el techo, otros por debajo de los vagones en un enjambre de luces de linternas. Algunos pasajeros nos miramos inquietos hasta que sentimos acercarse las rudas voces de los guardias corriendo las puertas de los compartimentos. Volvimos a nuestros puestos y esperamos se abriera la nuestra. Era la policía eslovaca que revisaba boletos y pasaportes con rudo desgano.

Mi pasaporte alemán dejó impávido al policía que estampó un sello sin levantar la vista, pero el chileno de mi señora llamó su atención. Nos exigió la visa a pesar de que en Santiago nos habían asegurado que no era necesaria. Mis explicaciones nada pudieron contra su terquedad y ella quedó retenida bajo la severa mirada de un militar apostado afuera del compartimento. Salí preocupado con un inspector mientras escuchaba alejarse el rítmico descorrer de puertas.

Acompañado de un guardia armado traté de organizar mis argumentos mientras cruzábamos por un largo trecho de andenes nevados, semáforos y bodegas de calamina, hasta llegar a una oficina de mala muerte a la que se accedía por una escalera metálica. En el mal iluminado lugar, debí reportarme a un funcionario calvo con bigotes amarillos de nicotina, que se arrellanaba tras una mesa de papeles.

No intentó escuchar mis explicaciones y me ladró de vuelta los cien dólares que costaba el timbre, los que inquieto me apresuré a contar. Molesto recogió los billetes y estampó con brusquedad un timbre en el pasaporte. No me dio recibo y me quedó mirando desafiante mientras afuera seguían escuchándose órdenes acompasadas de botas. No estaban las cosas para negociar.

Volví solo por la espesa nieve de los andenes y por primera vez escuché cómo crujía bajo mis pasos en mitad de la noche. Apuré el tranco, sintiéndome culpable de la demora y observé, sobre cada vagón, un guardia de largo abrigo y metralleta en bandolera.

Me apuré en subir al tren y mostré al guardia el pasaporte timbrado. Mi mujer seguía custodiada y muy asustada, hasta que los soldados se retiraron del vagón. Se escucharon voces y pitos mientras los policías se descolgaban ruidosamente de los techos en medio de su propia guerra fría. Seguimos viaje para arribar de madrugada a la cosmopolita Praga.

Para hacer el cuento corto...

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