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Recorriendo Lahore

Llevaba más de tres meses confinado en Islamabad por instrucciones del Banco Mundial, cuyas restricciones de viaje a los consultores eran casi paranoicas y decidí conocer Lahore, distante unos cuatrocientos kilómetros al sur de la capital de Pakistán. Lahore fue la capital del imperio mongol entre los siglos XII y XVI y su importancia solo decayó con la llegada de los británicos. Es una de las más hermosas ciudades del Punjab, una fértil región del subcontinente indio en cuyos parajes se inició históricamente la agricultura hacia el año 3.500 a.C.

Llegué en bus por una moderna carretera que construyó y recibió en concesión la empresa Hyundai, que ignoraba se dedicase a otra cosa que producir automóviles. Durante casi todo el trayecto se cruza el fertilísimo valle del río Indo cuya impresionante infraestructura de canales fue construida por los ingleses en el siglo XIX. Los pakistaníes mantienen un sistema feudal sobre la tierra y los campesinos viven alrededor de viejas casas patronales de adobe caracterizadas por sus primorosas mezquitas y la inexistencia de ventanas hacia el exterior.

Lahore era una inmensa y sofocante ciudad con diecisiete millones de habitantes, y conseguí una reserva en el famoso club de Gymkhana, cuyo nombre, Rudyard Kipling y su famoso libro Kim de la selva, hizo universal posteriormente. Ya instalado, logré tomar un triciclo motorizado que denominaban rickshaw, que por un ridículo precio, me paseó por toda la ciudad. Es ahora difícil describir el fuerte rojo y las maravillosas mezquitas de Badshashi y Wasir, los jardines de Solimar y la tumba de Jahangir construida en el mismo estilo que el Taj-mahal de la India.

Durante un par de días recorrí todos y cada uno de esos monumentos y después los barrios y mercados de la ciudad vieja, con su interminable laberinto de angostas callejuelas repletas de mezquitas y bazares donde el enredo de cables eléctricos llega a tapar la luz del sol.

Por último, visité Sheikupura, el famoso pabellón de caza del hijo del gran sultán Akbar, construido en la mitad de una laguna. Tomé un colectivo en un caótico terminal de decoradísimos microbuses y camionetas para transportar pasajeros. Me senté en la última fila de un minibus, atento a cómo debía pagar al cobrador, pues iba repleto y no cabía ni un alma más en el pasillo. Ahí me di cuenta de que todos pagaban pasando el dinero al pasajero que los antecedía en un procedimiento digno de Suiza.


Me preocupé del orden en que llegaría mi turno tratando de adivinar el monto que debía entregar a mi vecino de adelante y preocupado por mi nula capacidad de respuesta si me preguntaban algo tan tonto como: ¿cuántos pasajes paga? Traté de ajustar mi pago al monto que venía captando sería el de un solo pasaje y cuando alguien me preguntó algo, mi vecino del lado respondió amablemente por mí, seguro de que yo no entendería. Solo atiné a sonreírle un “Saalam alikum”. Al cabo de unos minutos mi vuelto volvió exacto y un cortés “walikum saalam” por respuesta. (La paz de Alá esté contigo, y también contigo).

Tras una hora de caluroso viaje lleno de moscas y los típicos olores y colores de Pakistán, llegamos a una tumultuosa ciudad en la que debí arrendar otro triciclo, pero esta vez a pedales, cuyo conductor me llevó a las afueras de la ciudad, para constatar el total abandono en que lastimosamente se encontraba una de las maravillas del arte islámico. Estaba abandonado a la pobreza y el descuido, pero no se veían grafitis ni restos de fogatas como en nuestras ruinas occidentales.

Durante toda esa jornada no encontré a alguien que pudiese hablar inglés y volví a mi alojamiento apreciando tener las capacidades mímicas de los chilenos.

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