Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 41
El Papa y el Pope
ОглавлениеEra diciembre de 1987 y habíamos viajado con mi esposa a Roma desde Ginebra, buscando lugares más cálidos que las orillas congeladas del lago Lehmann. Habíamos aprovechado mi trabajo en Suiza para viajar juntos a Europa. En un fin de semana largo durante mi misión de Naciones Unidas, cruzamos los Alpes por el larguísimo túnel de San Gotardo y amanecimos después de ocho horas de tren en la estación Termini de Roma.
Teníamos poca plata y tiempo, así que sin regodearnos alquilamos una habitación en un hotel de cinco pisos contiguo a la estación. Lo atendía un calabrés de bigote denso y negro que simpáticamente nos obligó a cenar pasta y vino de la casa todas las noches, lo que agradecíamos agotados después de haber dejado los pies por la ciudad.
El domingo partimos al Vaticano y fuimos los primeros en visitar la Capilla Sixtina. La recorrimos al derecho y al revés, extasiados con el Juicio final y toda la obra de Miguel Ángel. Estábamos ya afuera, tomando aliento, cuando una turba nos arremolinó y condujo casi en andas por los vericuetos de la Santa Sede hacia la basílica. Nosotros nos dejábamos llevar, pero íbamos entre maravillados y asustados de una tromba de corresponsales gráficos, que después supimos, iban a reportear con sus poderosas cámaras el evento del milenio para el cristianismo.
Tras un largo subir y bajar escalas, aparecimos dentro de la basílica, exactamente detrás del majestuoso baldaquín de Bernini que cubre el altar mayor de San Pedro, donde en esos instantes concelebraban misa el papa Juan Pablo II y el pope o patriarca ortodoxo, Dimitrios I de Constantinopla.
Nuestra inesperada ubicación era muy privilegiada pues estábamos a unos diez metros detrás del altar, en cuyo frente estaba la totalidad del colegio cardenalicio y el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Los primeros de rojo brillante y los segundos con sus uniformes entorchados competían en lujo con la pintoresca guardia suiza ante la televisión italiana, que transmitía en directo a todo el mundo.
Detrás del altar, exactamente donde estábamos, se desplegaban los coros de las iglesias latina y griega, que acompañaban la ecuménica misa en un maravilloso contrapunto musical. Se trataba de la primera concelebración desde el concilio de Constantinopla, hacía más de un milenio. Ese cónclave significó una fractura entre griegos y latinos por la guerra de los iconoclastas dentro del cristianismo.
Atrás quedaban, no solo la destrucción de imágenes religiosas, sino también la masacre y destrucción de Bizancio en la primera cruzada, el terrible saqueo de Constantinopla por Roger de Flor, las fratricidas guerras balcánicas entre serbios y croatas ―que desgraciadamente no tardarían en volver―, el ignominioso cuoteo de Jerusalén y un largo y sangriento etcétera que cargaban sobre sus hombros latinos y griegos.
Se trataba de una ceremonia de reconciliación cuyo larguísimo rito significaba al Papa cambiar de hábitos varias veces durante la misa. Inesperadamente lo hacía a escasos metros de nosotros, pues la nave posterior quedaba bastante oculta a la multitudinaria asistencia. Podríamos haberlo tocado si no hubiésemos estado tan deslumbrados por esa única oportunidad de apreciar su gran carisma tan de cerca, el que tan lejos viéramos cuando había sido un gran mensajero de la paz en Chile algunos meses antes.
Terminada la fastuosa ceremonia ecuménica y el impresionante contrapunto de coros celestiales, salimos en silencio preguntándonos si debíamos pellizcarnos para despertar.