Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 44

El baño musulmán

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Me tocó en una misión en Pakistán, intentar el casi imposible aumento de los ingresos del Estado en un pobrísimo país de doscientos veinte millones de habitantes. Fui destinado al Ministerio de Hacienda en Islamabad, un majestuoso palacio que bien pudo haber sido sacado de Las mil y una noches, recargado de blancas cúpulas en forma de cebollas, arcos ojivales y pilares de mármol. La oficina de la misión estaba administrada por un funcionario chiita, originario de Delhi, quien hablaba un fluido inglés aprendido en gran Bretaña y vestía como occidental, salvo los viernes, cuando para asistir a la mezquita utilizaba el descolorido shawal Kamiz con forma de pijama, que usa la inmensa mayoría de los pakistaníes.

Él comandaba a dos auxiliares que todo el día me servían té, que llamaban shai, y hacían el aseo y los trámites. Ambos eran cachemiros, uno refugiado, moreno, narigón y barbado, que usaba el típico turbante amarillo de su disputada nación. No hablaba en inglés sino la palabra “fine”, que mostraba su predisposición, pero siempre interpretaba las órdenes a su antojo. El otro era Asif, un inmenso barbudo que vivía en Sialkot y poseía una sonrisa fácil y desdentada, que bien pudo ser guardia de algún harén en otras épocas. Ambos se cuadraban militarmente cuando nos saludaban cada mañana, a pesar de que sus sandalias no sonaban exactamente como botas.

Eran pobres de solemnidad y olían fuerte pues creo que nunca se cambiaron de ropa mientras estuvieron al servicio de nuestro grupo de consultores, que apenas salíamos del edificio para evitar el sofocante calor y las tormentas de arena. Al poco tiempo supimos que ambos refugiados, por no tener dónde dormir, lo hacían en nuestra oficina y apenas nos retirábamos cada noche, compartían y casi disputaban las sobras de galletas que dejábamos. Mr. “fine” tendía una alfombra ante la puerta por fuera, mientras Asif lo hacía por dentro acurrucado tras la puerta, pues no se soportaban mucho.

Por las mañanas se debían asear en el baño común del piso del Ministerio, que se parecía al de nuestras industrias, con una pared de azulejos como urinario y varios cubículos para las letrinas. Al menos así lo creí, hasta que supe que el urinario frontal no era tal, sino el lavatorio sagrado donde muchos musulmanes se lavaban por presas antes de cada una de las cinco oraciones diarias. La inexistencia de excusados se debía a su costumbre religiosa de orinar pudorosamente acuclillados, siendo muy mal visto nuestro desenfadado estilo occidental.

Los pakistaníes rezaban cinco veces al día, y al menos en dos oportunidades, debían ir a una mezquita. A la hora que los muecines llamaban a la oración desde los minaretes, todos abandonaban lo que estaban haciendo, incluso reuniones importantes, y por quince minutos rezaban devotamente postrados con la frente en tierra sobre alfombras que no supe de dónde sacaban. Los mayoritarios sunitas simulaban, devotos, lavarse sus manos y caras mientras rezaban, pero otros solían lavarse físicamente en esos baños.

Por supuesto, al principio hice un pésimo uso del baño ante la mirada espantada de la conservadora feligresía islámica que, de no saberme extranjero, bien pudieron pensar en una profanación al orinar en su sacro lavatorio. Sin embargo, no debí haber sido el primer occidental en meter las patas, pues nuestro contador pastún que vestía un pulcro peto negro me conminó deferente a respetar sus costumbres, indicándome cual era la verdadera función del que yo llamaba urinario y mostrándome el único inodoro en forma de taza que podía ocupar sin transgredir sus códigos.

Le pedí mil disculpas que atendió con gentileza, y solo quise que me tragara la tierra…


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