Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 48

Las carreritas
a la Plaza Almagro

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Los buses y las carreteras en Marchigüe eran muy diferentes a lo que son ahora. Cuando me venía a Santiago tomaba el único y vetusto bus que salía del pueblo de La Estrella y pasaba de madrugada por mi campo.

Era tanto el silencio de los caminos que el administrador podía escuchar el ruido del bus antes de que llegara al portezuelo de Las Minas, ubicado a más de ocho kilómetros de distancia, y reconocía su motor cuando exigido subía los cerros de la Polcura. Yo a veces dudaba de su oído, pero impajaritablemente aparecía el vehículo entre la densa bruma, exactamente en el tiempo que correspondía cubrir el trayecto.

El viaje duraba más de cinco horas pues los caminos eran de tierra y el bus recalaba en todos los pueblos a recoger y dejar pasajeros que lo repletaban llevando todo tipo de canastos y bultos. El chofer bajaba a entregar recados y encomiendas en las paradas y casas del camino. En una oportunidad dejó un paquete en una, donde fue convidado a desayunar, lo que hizo en abundancia a vista y paciencia de los pasajeros que debimos esperarlo antes de proseguir nuestro viaje.

Con tanta demora, se hacía necesario comer algo por el camino y un día pagué las consecuencias, pues me agarré una infección estomacal que derivó en una tormentosa diarrea. Venía en pleno viaje y esperé temerariamente llegar al terminal de Santiago que estaba en la Plaza Almagro, donde había baños públicos. A punta de contorsiones pude apenas contener un seguro aluvión hasta que entramos a Santiago, donde cada semáforo me pareció un instrumento de tortura y cada esquina una ventana al abismo.

Por suerte no traía maleta y apenas el bus se estacionó, salí disparado hacia donde estaban los baños, cuyos escusados apestaban en los típicos cubículos de lata y estaban todos ocupados. En mi desesperación y pensando que alguna puerta hubiese estado solo atascada, volteé a ver por debajo de las puertas buscando uno libre hasta que encontré uno y, para cerciorarme, debí agacharme peligrosamente dadas las volátiles circunstancias en que me encontraba.

El único maldito retrete desocupado estaba cerrado y opté por ingresar escalando ruidosamente la puerta de lata, con tan mala suerte que quedé atrapado contra el umbral pues decididamente la toilette no estaba diseñada para un abordaje tan extraño. En mis intentos por zafarme de tan incómoda posición, pataleé contras la puerta y se armó un bullicio que debió haberse escuchado en varias cuadras a la redonda.

Con tanta batahola, quienes orinaban se voltearon asombrados a ver el espectáculo que yo les estaba dando, olvidaron que lo hacían contra un urinario y mojaron a sus ocupados vecinos que intentaron ayudarme para zafarme de tan incómoda posición tirándome de las piernas, sin saber el inmenso riesgo que corrían por la terrible presión que la puerta ejercía sobre mi angustiado abdomen.

No fue tarea fácil por mi corpulencia, pero por fin lograron zafarme siguiendo los burlones consejos de los usuarios e involuntarios espectadores que me ofrecieron alegres el lugar que acababan de desocupar y que invadí como un celaje para desahogar mis terribles angustias. Afuera se escucharon fuertes carcajadas y por supuesto no me atreví a salir hasta que supuse que estaban a varias cuadras de distancia y nadie me reconocería. Muchas vergüenzas habrán pasado los usuarios del transporte para que ahora los buses deban contar con baños para viajes largos.

Para hacer el cuento corto...

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