Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 55
Mi pobre dentadura
ОглавлениеSi hay algo difícil de solucionar son los dolores de muelas en los países clientes del Banco Mundial, caracterizados por su escaso ingreso y diversidad cultural. En Ecuador íbamos todos a un dentista muy amable que recuerdo era muy barato para los costos que acostumbrábamos en Chile. Era como los dentistas de cabecera que tenían las familias hasta los años 60s, antes de que empezaran las clínicas haciendo coronas e implantes que dispararon a las nubes las cuentas.
En Colombia debí hacerme un tratamiento de canales que me dejó sin poder comer en una semana y en Hungría, que había muy buena odontología, se ejercía en los hospitales públicos y era casi gratis. Mis colegas se aprovecharon de la situación y se arreglaron todos los dientes. Yo fui lo justo y necesario por mi eterno pánico a las máquinas dentales.
Mi primera experiencia difícil me sucedió en Tailandia con una profunda carie en una muela del juicio. Me conseguí un dato de un dentista que sabía inglés y atendía en una clínica que daba a un canal cerca de Pantip, al costado del mercado Pratunam. El problema fue que me tuvieron que sacar no solo esa muela, sino también las tres restantes para evitar problemas al morder.
Mi complicación fue que nunca había practicado el inglés del vocabulario dental y debí entenderme con una torpe mímica y la boca muy abierta. El odontólogo hizo correctamente su trabajo, pero tras las sesiones terminaba muy adolorido y la anestesia que mantenía mi boca caída me obligaba a guiar por señas al descalzo conductor del toc-toc, un triciclo a motor que me llevaba de vuelta al hotel por las intrincadas callejuelas y canales de Bangkok. Debí ser muy brusco con el motociclista cuando insistía en llevarme a ver un sastre hindú que le ofrecía pagar medio litro de bencina por cada cliente que le llevara y por suerte esa vez no se le ocurrió recolectar bencina de los lujosos prostíbulos de Bangkok en cuyos amplísimos ventanales se exhibían decenas de mujeres en plateados bikinis ordenadas en perfecta degradación del color de piel.
Lo más difícil fue lo sucedido en Islamabad, pues se me salió una tapadura por un mal mordisco que fracturó lo que quedaba de una muela. Mi buen asistente Ahmed me llevó a una clínica dental en el mercado Melody, a la que se accedía cruzando unas callejuelas fétidas entre comistrajos, alfombras, carnes colgando en canal, agua estancada, especies y comedores populares.
Fueron amables, pero desconfié de los dentistas y sus auxiliares que usaban largas y anaranjadas barbas teñidas, vestían kamises y sandalias, y solo uno usaba un delantal que alguna vez había sido blanco. La consulta tenía cuatro sillas y parecía más una peluquería que un consultorio dental.
Recordé al dentista que antiguamente visitaba Marchigüe una vez por semana, cuya fresa funcionaba con un ayudante que la hacía girar pedaleando una bicicleta estacionaria en un corredor del único hotel del pueblo, que reclutaba a los “ciclistas” que no se preocupaban mucho de ser asépticos. Era mejor aportar uno o más ciclistas propios si se quería acortar el tiempo sometido a la torturante máquina, pues pedalear era agotador.
Los dentistas en Islamabad se paseaban de paciente en paciente y nunca vi que se lavaran las manos a pesar de que ninguno usaba guantes. Como no entendía el idioma, no pude contestar las típicas observaciones que los dentistas hacen cuando uno no puede cerrar la boca. El diagnóstico indicó que debían extraer la muela, pero sencillamente no me atreví y di una excusa tonta para que solucionaran el problema con una gutapercha que aguantara hasta volver a Santiago.
Después se me soltó una corona y de nuevo mi asistente salió en mi auxilio, pero esta vez me llevó a su propio dentista que no era tal, sino un estudiante que atendía por turnos en un local comercial de un mercado menos concurrido. Arriba de la “consulta” había un gran cartel pintado con una gigantesca placa dental y el sillón era una mecedora que el futuro dentista reclinaba con el pie en un corredor al aire libre que compartía con un local de frutas y otro de artículos plásticos.
Esta vez fue más fácil, pues la corona se pegó con “la gotita” y no compartí un espejito dental con otros pacientes.