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Los zorros de Marchigüe

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Todos los zorros del mundo deben hacer lo mismo, pero lo que aquí contaré sucedió en Marchigüe, con su adusto paisaje de secano donde estos hermosos animales deben recurrir a toda su imaginación para sobrevivir. Contrariamente, he leído que en ciertos lugares los zorros se han convertido en carroñeros comiendo lo que encuentran en las bolsas de basuras domésticas y seguramente su ADN mutará hasta ser domesticados a fuerza de hambre.

Cuando existían grandes ovejerías, los periodos de parición debían ser cuidadosamente vigilados por los ovejeros, quienes protegían a los corderitos de perros “cebados” y “chillas” como llamaban a los zorros. Los perros ajenos se combatían con carne envenenada que las inteligentes chillas jamás probaron, y por eso los ovejeros debían portar escopetas para proteger su ganado. Cuando iban armados jamás veían un zorro, pero bastaba que el arma quedase olvidada, para que acompañaran alegres al ovejero, en cuya presencia jamás depredarían.

Para terminar con los zorros antes de la parición, se organizaban cacerías con jaurías adiestradas para ello, que al menor atisbo de almizcle zorruno se largaban en su persecución. Los perros se turnaban para perseguir al zorro que, cuando se cansaba, usaba la extraordinaria solución de correr en círculo tantas veces como los perros le dieran chance y de un gran brinco saltaba lejos, de suerte que el olor impregnado en el pasto fuese tan intenso que los perros terminaran persiguiéndose a sí mismos alrededor del círculo.

Cuando una chilla cruzaba un arroyo, jamás salía por enfrente de donde entraba, sino que se escabullía aguas abajo para terminar de cruzar el afluente a mucha distancia desde donde los perros siguiendo su olor, cruzaban desbocados para perder para siempre su rastro.

Sin embargo, la más extraordinaria experiencia fue ver cómo un zorro se sacaba las pulgas sin rascarse frenéticamente como los perros. La chilla se hizo de un pequeño vellón de lana de oveja y se metió con lentitud a una poza de agua, de esas que permanecían todo el verano en los esteros. Con el vellón en el hocico sumergió su larga cola lentamente hasta quedar cubierta de agua. Una vez hecho eso, hundió las patas traseras con extremada parsimonia y se sumió gradualmente desde atrás hacia adelante hasta dejar solo la cabeza afuera. Con mayor lentitud aún, sumergió la cabeza hasta que solo el hocico y después sus fosas nasales quedaron al aire, para desaparecer por completo dejando a la vista no más que el vellón de lana. La chilla se mantuvo totalmente bajo el agua no menos de tres minutos hasta que soltó el vellón y dejó que la suave corriente lo alejara. Una vez que el amasijo de lana estuvo suficientemente lejos, emergió y de un salto estuvo en tierra firme.


Las pulgas que tenía el zorro fueron arrancando del agua cuerpo arriba a medida que el animal se sumergía. Primero pasaron de la cola a las ancas, de ahí al lomo, después a la cabeza y cuando esta se sumergió, saltaron para ponerse a salvo en el vellón de lana que derivó por las aguas sin dar tiempo a que brincasen de nuevo sobre la chilla. Luego de esperar que el peligro pasara, salió del agua para sacudirse vigorosa y alegremente mientras las pulgas se alejaban flotando en el vellón de lana, aguas abajo.

A veces participaba a caballo en las cacerías que se organizaban en el lugar, y si bien iba armado con una escopeta, jamás disparé pues me daba mucha pena matar un animal tan lindo e inteligente. De haberlo hecho, habría quedado con un cargo de conciencia infinito. Ya casi no hay ovejerías y ojalá los zorros de Marchigüe vuelvan y sigan siendo tan “zorros” como antes.

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