Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 59
Nuestra institutriz austríaca
ОглавлениеMis vacaciones en el campo tenían el encanto de reencontrar el olor a tierra, la fruta de verano, la alegría de los perros y las largas cabalgatas con tres primos de mi edad que siempre mi madre acostumbraba a invitar para suplir los hermanos que no tenía. Debíamos tener entre ocho y diez años.
Mis padres llevaban todos los años a una institutriz austríaca para que nos enseñara alemán. Medía casi un metro noventa y debió ser muy bella de joven, pero para entonces había engrosado y nos parecía inmensa. Tenía un largo e impronunciable apellido teutón por lo que la llamábamos simplemente Madame, pues era viuda de un ingeniero francés cuyas juergas la habían dejado en la ruina.
Era cortés, ingenua y amante de la disciplina germánica que nos hacía sufrir en carne propia. Fuera de enseñarnos el alemán, nos imponía la estricta educación del höflichkeit austriaco e intentaba entonarnos cantando las canciones tirolesas Jodelsingen llenos de gorgoritos, que a mis hermanas les divertía mucho. A mí me rapaban la cabeza al mejor estilo bürstenschnitt que usaban los prusianos, cuando lo único que quería era parecerme al melenudo Tarzán. Al final, solo disfrutábamos de su inefable ¡Raus!, con que daba por terminadas sus clases bajo un parrón y nos largábamos al campo.
Cuando íbamos al pueblo en coche, casi ocupaba todo el asiento trasero y apenas podía ir acompañada de mi mamá que era bien menuda. Cuando se cargaba en la pisadera para subir al carruaje, este se inclinaba peligrosamente y las más de las veces los caballos debían caracolear para no perder pie.
Durante el verano se organizaban misiones donde los curas doctrineros llegaban a bautizar, confesar y casar a toda la comarca. Era un evento en que el pueblo y sus alrededores se vaciaban en nuestra capilla, cuyo jardín pasaba a pérdida por las misas al aire libre para lo que se disponían rústicas bancas de madera. Madame, que era muy devota, no se perdía la misa de la tarde y teníamos que acompañarla.
En una oportunidad estábamos aburridos escuchando la prédica con Madame sentada en un extremo de la banca que, por la disposición de sus patas, dejaba la humanidad de nuestra institutriz en volandas. No pudimos resistir la tentación de levantarnos de uno en uno, hasta que quedó solo un primo sirviendo de contrapeso en la otra punta. Cuando se levantó de golpe, la banca se desequilibró violentamente y se disparó como catapulta llevando estruendosamente al suelo a Madame en medio del ofertorio.
La pobre señora cayó sentada al suelo con tal escándalo que la misa se interrumpió con la consecuente algarabía que armaron varios feligreses ayudándola a levantarse. Eran tales las tentaciones de risa de los huasos que apenas podían hacer fuerza y el cura perdió toda concentración adivinando si los gritos en alemán serían jaculatorias o simples garabatos. La misa solo pudo proseguir cuando al fin un gentío logró sentarla de nuevo bajo la adusta mirada de mi madre, que nos obligó a retornar calladitos a nuestros asientos. No hubo sandía con harina tostada de postre ese día.
La vida siguió entre los potreros y las clases que nos impartía debajo de una higuera que siempre me la recuerda. Nuestra Madame debió sufrir con nosotros una frustración inmensa pues ninguno aprendió mucho alemán, aunque se entretenía charlando en francés con mi mamá. Fue un personaje querido que se integró a su manera a nuestro entrañable paisaje campestre.
No supimos más de ella hasta que mucho tiempo después, estando ya muy viejita, fue a nuestra casa de Santiago a despedirse de mis padres, antes de irse a vivir a un asilo de ancianos, donde falleció en completa soledad un par de años después.