Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 53
El tanquetazo
ОглавлениеCorría el mes de junio de 1973 y el país no daba para más. Allende no contenía ni a su propia gente y el extremismo desbordaba por la izquierda a un presidente que, por zafarse de su fama de burgués, cedía a los delirios del imaginario popular. Todo el mundo conspiraba, o jugaba a la conspiración si lo miramos con los ojos de hoy, y los camioneros, agricultores, estudiantes, mineros y profesionales se sumaban a diario a una nueva sedición. Yo fui uno de esos que adhirió a un partido de oposición que nos entrenaba en artes marciales de autodefensa mientras nuestra facultad estaba en paro.
Una mañana recibí una llamada telefónica en un código preestablecido en que se me dio una dirección donde debía “acuartelarme” pues algo iba a “pasar”. Llegué a las ocho de la mañana a una casa que colindaba con mi colegio en la calle Pocuro, donde apenas llegado, me pasaron una subametralladora que jamás había visto y ni sabía cómo usar. Me apostaron en una azotea donde a lo más vigilaba a los estudiantes que salían a los recreos, mientras en el interior de la casa se escuchaban órdenes nerviosas de mucha gente cariacontecida que se agitaba entre la cocina, el salón y el patio.
Se escuchaba por radio el levantamiento del Regimiento Blindado Nº 2 a cargo del coronel Souper, quien había dirigido sus tanques hacia la Moneda, esperando una sublevación general de las fuerzas armadas que nunca ocurrió. Los tanques se dirigieron al centro desde la calle Santa Rosa respetando las luces rojas y llenando petróleo en los servicentros. Durante un par de horas se esperó que el coronel Marshall llegara con sus fuerzas desde San Felipe, pero los generales aplacaron los ánimos de los oficiales subalternos y ni un regimiento se movió mientras apenas sobrevolaban algunos helicópteros. Todo se diluyó y la historia terminó caricaturizada como el “tanquetazo”.
A medida que se aquietaba la calle, aumentaba el nerviosismo entre los conspiradores y la humareda de decenas de cigarrillos. Marshall no daba muestras de llegar desde ninguna parte, Souper había sido arrestado y la policía ya lanzaba su contraofensiva. Mientras los colegios volvían a clase, los conspiradores que parecían caricaturas en busca de un autor se revolvían inquietos buscando escapatoria. Dentro de la camarilla había un tipo flaco alto con la mitad de la cara quemada, un albino lleno de tics nerviosos que se aceleraban por minutos, un gordo de suspensores que chupaba frenético un puro y dos o tres tipos que, sin lugar a duda, eran militares vestidos de civil.
Devolvimos las armas que estoy seguro jamás habríamos disparado y se nos dio la orden de reagruparnos en una casa que por pura coincidencia quedaba a una cuadra de la mía, donde recibiríamos las instrucciones del plan alternativo para secuestrar un avión comercial y partir al exilio. En la espera, recuerdo que un compañero me encargó despedirlo de su novia si caía en acción. Nada pasó y ya de noche todos nos dispersamos, cuando supimos que habían sido apresados los altos dirigentes del abortado golpe. Llegué a mi casa a comer como si nada hubiese ocurrido y comentamos los acontecimientos en la sobremesa.
A la mañana siguiente, quienes pertenecíamos a la inocente tropa debimos pasar a la clandestinidad por unas semanas y me enteré por la prensa de las pesquisas donde se buscaba entre muchos a un tal “Pepe”, sobrenombre que me habían dado por chapa en ese absurdo pecado de juventud.
Había demasiados acontecimientos para que nuestro caso no pasara rápidamente al olvido. Nunca imaginé que los altos mandos buscaban monitorear las reacciones a una acción como la que detonaría un par de meses después.