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Viaje a Sukhottai y Chiang-Mai

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Bangkok en el tiempo de monzones era un diluvio universal que inundaba la ciudad, así que agradecí tener que partir a Chiang-Mai, la antigua capital de Tailandia que estaba en las montañas. Todos mis compañeros de misión se fueron en avión, pero me aventuré a irme en bus para conocer las ruinas de Sukhottai.

Lo que fue una excusa para disimular mi deplorable estado financiero, resultó ser una linda experiencia. Tomé un bus de recorrido y sin aire acondicionado en el terminal Mo-Chit y me adentré en la Tailandia profunda. Logré un buen asiento, pero cuando íbamos viajando, se subió una vieja monja budista de hábitos blancos y cabeza rapada que se sentó a mi lado. De inmediato llegó el auxiliar a indicarme que debía dejar el asiento, sin mayores explicaciones; intuí que las religiosas debían viajar solas. Tenía una mirada muy dulce dentro de las mil arrugas de su cara.


Estos buses no se detenían en restoranes sino en comedores al aire libre, donde en grandes galpones servían comida barata basada en el popular arroz Khao niao con pollo kai yang y wok aderezado con mucho picante del norte. Todos compartimos mesas cubiertas con hules y sillas plásticas, maniobrando los palitos para recoger el arroz. Las cocinerías funcionaban en casuchas desde donde salían unos mozos a pie pelado repartiendo los platos, agua y servilletas de papel toalla. Los baños eran apenas unos biombos al aire libre.

El viaje duró seis tórridas horas por un paisaje intensamente verde de arrozales de los que sobresalían inmensos macizos dolomíticos coronados de frondosa selva. Todas las ventanas iban abiertas mientras un viejo televisor amarrado con ligas de goma transmitía descoloridas películas hindúes.

Encontré un hotelito decente en Sukhottai y aproveché un día para recorrerlo pues mi bus a Chiang-Mai partía de noche. Temprano estaba ya buscando un rickshaw que, al contrario de Bangkok, eran a pedales. El pobre conductor era flaco y vestía solo unos bermudas viejos. Por cinco dólares convenimos para que me trasladara al complejo de templos donde debía esperarme en cada uno. El parque histórico de Sukhottai estaba cruzando el río Yom y tenía su mayor expresión en el templo Mahattat que databa del siglo XII. Todo el complejo era de unas cuarenta y cinco hectáreas donde se distribuían decenas de pagodas de piedra de diferentes épocas, completamente rodeadas de canales. El flaco pedalero debió armarse de paciencia mientras yo visitaba cada lugar.

De noche tomé un bus que demoraba ocho horas en llegar a Chiang-Mai, que tiene un clima menos sofocante que Sukhottai y su verde intenso está rodeado de montañas. Por todas partes se veían templos muy dorados y relucientes, en especial la pagoda de oro macizo en Doi-Suthep, donde reposaban unas cenizas de Buda que desde hacía dos mil cuatrocientos años eran custodiadas por cientos de monjes con túnicas de color azafrán. En las montañas vivían los Akha, una tribu tibetana que usan cascos de metal adornados con monedas y cintas de color. Eran pobres, desdentados y vivían de vender lastimosamente artesanías por las calles. Las tribus de Mae-Hong son de origen chino y las niñas usaban collares hechos de anillos de bronce, cuyo número crecía junto con ellas para estirar sus cuellos como jirafas y así desestimular a novios de otras tribus.

Desde allí hasta el río Mekong, la población rural vivía del contrabando de jade y opio, que sus habitantes fumaban en largas pipas de cerámica azuleja mientras las traficaban a lomo de elefantes. Era una zona de muchísimas serpientes venenosas, que los lugareños cazaban a mano pues estaban muy acostumbrados a que todo lo que crecía o se movía, se comía.

Ya en Chiang -Mai participé en un importante seminario al que nos llevaban en limusinas, pero eché de menos la sencillez del descalzo pedalero de Sukhottai.

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