Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 46
Rumbo a Haiphong
ОглавлениеLlegué a Hanói el año 2016 convencido de que encontraría una nación devastada por la guerra, y no pude estar más equivocado. La mítica capital del entonces Vietnam del norte era próspera, bulliciosa y de la guerra apenas quedaba un recuerdo en los museos. Los gringos que invadían la ciudad no vestían de camuflaje, sino ropa ligera y en vez de fusiles llevaban cámaras fotográficas.
Fue tan importante en nuestra juventud la guerra de Vietnam, que casi ritualmente me propuse rehacer la famosa ruta de aprovisionamiento militar durante el conflicto. Haiphong es el puerto por donde el Vietcong, como se llamaba el ejército revolucionario de Vietnam, recibía sus pertrechos durante la guerra, y fue asiduamente bombardeado por Estados Unidos. Allí las temibles fortalezas volantes B-52 utilizaron las devastadoras bombas de saturación para destruir vastísimas áreas de la ciudad.
Las municiones y el armamento eran desembarcados y trasladados heroicamente a los frentes de combate en trenes de aprovisionamiento, que llegaban allí por el majestuoso puente de fierro Long-bien sobre el río Rojo, diseñado por Eiffel a principios del siglo XX. Destruido en varias oportunidades por los bombardeos a la capital vietnamita, lo reconstruyeron cada vez con una tenacidad admirable, reparando las ruinosas pasarelas por donde cientos de ciclistas trasladaban las armas pequeñas y partes y piezas de equipos pesados previamente desarmados.
Tomé el tren de madrugada en la estación Ga-Hanói, que aún arrastraba carros de la época de la guerra con asientos de madera por entre las calles de la capital, donde los comerciantes debían hacerse a un lado al paso del tren y recuperar sus sitios de venta apenas quedara despejada la vía férrea. Era tan estrecha, que desde el tren se observaba a un par de metros, el interior de las casas y su vida familiar.
El tren cruzaba por los suburbios de Hanói y se adentraba en la zona rural donde predominaban los arrozales, cultivados manualmente por campesinos de típicas chupallas cónicas, y a los costados de la línea se veían muchos estanques para la crianza de patos destinados a la cocina gourmet de los vietnamitas. Los pueblos rurales tenían al igual que las ciudades, casas angostas de varios pisos profusamente decoradas al mejor estilo francés. Por todas partes se veían cientos, si no miles, de bicicletas y bicimotos circulando caóticamente.
Tras tres horas de viaje, se llegaba a Haiphong con sus barrios afrancesados conviviendo con la multitudinaria compraventa callejera de todo tipo de mercancías. La gente comía en la calle arroz con el que acompañaba trocitos de pescado y carne, olvidándose de la guerra de la que nadie hablaba, aunque aún se veían cicatrices de los feroces bombardeos aéreos. El calor era menos sofocante que en Hanói, pero había poco que ver si no se seguía rumbo a las hermosas islas dolomíticas de la bahía de Halong, que, con justa razón, fue elegida como una de las maravillas naturales del mundo.
Fui por el día y volví cansado, pero satisfecho de la experiencia, en el tren de la tarde, que resultó tan viejo como el anterior, con mis audífonos a todo volumen escuchando esa música rock con que frívolamente identificábamos entonces la guerra de Vietnam. Ahora, sin embargo, me resultará difícil olvidar cuanto sacrificio significó para toda una nación que, a pesar de su pobreza y las atrocidades sufridas, resultó victoriosa e irónicamente adoptó las prácticas económicas de su enemigo.