Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 63
El Cairo express
ОглавлениеUna de las ventajas de trabajar en Pakistán era que estaba en la antípoda de Chile y podía elegir cualquier ruta para cruzar el planeta. En una oportunidad derivé desde Londres a El Cairo para llegar a Islamabad. No conocía Egipto, así que me preparé estudiando cuanto pude en Internet. Me embarqué en un vuelo de British Airways que despegó de Londres con mucha llovizna y por alguna razón debimos acceder al avión por las escalerillas. Íbamos en fila subiendo cuando una señora que me precedía con dos guaguas en brazos se desequilibró y tuve que contenerla para no solo evitar que cayera, sino para que los niños no rodaran escaleras abajo.
Por lo que debí merecer un agradecimiento, recibí una furibunda mirada del marido que interrumpió su llamada por celular para ladrarme algo que no entendí, pero sí el tono. La mujer me miró incómodamente agradecida mientras recuperaba el equilibrio y me recordaba con la mirada que estábamos ingresando al mundo musulmán.
Llegué al aeropuerto de El Cairo y en la cola de migración recordé también que estaba ingresando a un país subdesarrollado. Todo era desorden y cobros por esto y por lo otro, estampillas, timbres, colas y un calor insoportable.
Por fin tomé un taxi al que regateé la tarifa a cambio de llevarme a un hotelito cerca de las pirámides al que llegamos de noche por la congestión de tránsito que parecía connatural a la ciudad. La experiencia del aeropuerto me enseñó que debía estrujar el tiempo si quería sacarle provecho a la escala, pues el avión a Islamabad salía en la noche siguiente. Negocié urgente con el tipo del taxi un día completo por un precio razonable, teniendo en consideración que debía mantener a dos esposas según me explicó.
A las cinco y media de la mañana, estaba en pie esperando al taxista que se presentó puntual. Cargamos mis maletas y llegamos al acceso a Giza, a un costado de la esfinge, en el momento exacto que abrían el recinto. A esa hora todo fluye con rapidez y antes de cinco minutos estaba vestido de Lawrence de Arabia arriba de un incómodo camello frente a la pirámide de Keops.
A las siete y treinta, había hecho gran parte del recorrido turístico en un animal rezongón, y a las ocho salimos con destino a la pirámide escalonada de Saqqara cuando las colas para entrar a Giza tenían varias cuadras de largo.
A las ocho con treinta, estaba recorriendo la más antigua de las pirámides y sus templos adyacentes, guiado por un tipo que coordinaba su avance por las ruinas con un perfectamente memorizado discurso que parecía grabación humana, al punto de que sospeché si realmente sabía inglés. Pero sí sabía, y lo constaté cuando le reclamé por cobrarme el doble de la tarifa convenida.
Salimos con mi amigo taxista de Saqqara rumbo a Memphis cuando miles de turistas atiborraban la entrada y partimos al gran templo de Ramsés II, donde nos sucedió exactamente lo mismo. Eran las once de la mañana y estábamos desocupados en circunstancias de que la gente que llegaba a las nueve a las pirámides recién entraba al mediodía.
Ya de vuelta a El Cairo pudimos recorrer el famoso mercado Khan-e-Khalili, las mezquitas de Muhammed Ali ―que por cierto no era el famoso boxeador― y la de Tulún. Terminé el día visitando el barrio de los cristianos coptos para comprar un ícono de papiro enmarcado en latón de Alejandría que hoy completa nuestra colección en Marchigüe.
Recorrí todo lo que pude y logré tomar el avión a las nueve de la noche, recordando el dicho: “Dios ayuda a quien madruga”.