Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 56

Las victrolas bien acampadas

Оглавление

La vida rural en el secano hace cincuenta años era vivir en tiempos de la colonia. No había luz, apenas agua que se sacaba de las norias, y los niños, hijos de patrones e inquilinos, compartíamos las pozas de agua del estero, los caballos y almorzábamos choclos cocidos, tomates con ají y de postre sandía con harina tostada bajo la sombra de las carretas a pleno sol.

Todo empezaba bien temprano lechando las vacas maneadas en el pretil. El pan salía humeando del horno a las siete y era idéntico a la galleta de peón hecha de “trigo entero” que se repartía a diario a los trabajadores. Luego se servía el desayuno en el gran repostero donde desde temprano se afanaba limpiando el piso, cambiando manteles y encendiendo la cocina a leña.

El desayuno era un tazón enlozado de leche con chocolate y las rebanadas de pan se untaban con dulce de mora pues el de membrillo se dejaba para el invierno. Todos partíamos en la mañana con lo que nos sobraba en las alforjas de las monturas.

A las ocho estaban los caballos ensillados y nos seguía una retahíla de perros quiltros que nos hacían compañía interesados por los pedazos de pan que les tirábamos de vez en cuando. Cada día tenía su afán y por las mañanas jugábamos a la pelota y por las tardes nos bañábamos en el estero construyendo barcazas con viejas artesas, aun cuando había que reposar dos horas por eso de los calambres estomacales. De vuelta por las tardes teníamos las aburridas clases de alemán, hasta que obscureciendo arreábamos al ganado de vuelta a la querencia.

Otra cosa era en tiempo de misiones donde el día se iniciaba con una misa bajo un corredor y a quienes comulgaban después de tres horas de ayuno, les tocaba pan de huevo al desayuno. Había que acompañar a los curas en los catecismos, arreglar las bancas y hacer de sacristanes en la misa de la noche, donde todo el pueblo cantaba chillonamente el “Alabado”.

Por las noches se cenaba, se rezaba el rosario y se apagaban las luces, y tipo diez nos mandaban a acostarnos, pero nos escabullíamos a la pieza de los empleados, donde la charla con tortillas al rescoldo duraba hasta pasada la medianoche.

Mientras pelaban papas o hacían humitas, escuchábamos las radionovelas nocturnas que apenas se oían en una radio a tubos hasta que se cortaba el generador. Sin luz, igual nos las arreglábamos con velas y las viejas sacaban unas victrolas a cuerda que se plegaban como un maletín de cuero.

Ahí empezaban las tonadas, los valses y las rancheras, pues la cumbia no nos invadía aún. Como la cuerda del aparato estaba vencida era necesario mover la manivela para que funcionara el tocadiscos, aunque había que ser muy regular para que la tonada no terminara pareciendo tango. Las agujas se gastaban pronto y en el pueblo las volvían a afilar, pero no siempre se encontraba al maestro, así que cuando no había repuestos, nos mandaban a sacar espinas de espino que bien duraban unas cinco canciones.

En una oportunidad, cuando se iniciaba la nueva ola, llegó por primera y única vez a Marchigüe un show de conocidos artistas. Con pancartas y altoparlantes anunciaron la presentación de Ginette Acevedo, Marco Aurelio, y Luis Dimas y sus Twisters como plato de fondo. La taquilla se agotó como una semana antes del espectáculo que se armó en el viejo teatro de adobe, donde durante semana santa, el cura del pueblo pasaba viejas películas en blanco y negro acerca de la pasión.

Fue una estruendosa presentación de la que se habló por mucho tiempo, aun cuando durante el espectáculo, las señoras observaban en silencio y los huasos estrujaban sus sombreros de paño. Nadie chillaba por sus ídolos ni tarareaba sus canciones, pero la vieja victrola a cuerda ligerito fue reemplazada por las radios a pilas y Juan Charrasqueado por el Rock del Mundial.

Para hacer el cuento corto...

Подняться наверх