Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 43
Con un talibán en tren
ОглавлениеEstar en Peshawar era retroceder el reloj en varias décadas con sus innumerables mercados repletos de mujeres comprando bajo sus burkas ante la indolente mirada de sus paisanos armados hasta los dientes. Siempre fue una región conflictiva que los británicos utilizaron mañosamente para controlar Afganistán permitiéndoles el uso de armas, pues con ellas ajustaban sus entuertos tribales y los clanes enemistados entre sí no se rebelaban contra la corona.
A pesar de eso, los ejércitos ingleses fueron siempre derrotados por los afganos en el fatídico paso Khyber, donde los pastunes notificaban de sus derrotas a Inglaterra, dejando volver tuerto, pero vivo, a un solo soldado. Fue en ese abrupto paraje donde, según cuenta la leyenda, un joven capitán llamado Winston Churchill, pidió caballos chilenos para defender la zigzagueante ruta a Kabul.
Pasé un largo fin de semana en esa provincia fronteriza con Afganistán recorriendo la región tribal donde siempre se supo que se refugiaba el terrorista Osama Bin Laden, jefe máximo de Al-Qaeda.
No pude evitar volver a Islamabad usando el legendario tren que venía de Kabul a Rawalpindi, cuyos vagones traen sus asientos de madera apilados como camarotes de tres niveles, adonde trepan y se descuelgan sus pasajeros con asombrosa habilidad. Apenas acomodado junto a una ventana, un joven pastún se sentó a mi lado vistiendo su típico kamis, bonete de fieltro, las infaltables sandalias plásticas y un gran bigote que le cubría la boca.
Apenas saludó y apenas le respondí, pues el personaje me causó bastante recelo. Tras los consabidos “saalam-alikum” y “wellicum-saalam”, esperamos juntos hasta que el tren se llenó de pasajeros y empezó a moverse rumbo al río Indo por un inmenso desierto de matorrales donde se veían cabras y camellos pastando.
Las paradas se hacían eternas y el tren dejaba y recibía familias completas cargadas con sacos de mercadería, en aldeas de casas de barro alrededor de una primorosa mezquita blanca en mitad de un desierto interminable. Las paradillas eran largas y estando lejos de cumplir nuestro itinerario, comenté la tardanza con mi vecino de asiento, que se presentó autoproclamándose de inmediato como talibán. Hablaba bien inglés e identificó perfectamente a Chile dentro del mapa como un país cristiano, largo y angosto, aunque tenía confusión respecto a si éramos yanquis. Supe que era estudiante de cuarto año de medicina y su familia vivía en las montañas que compartían Pakistán y Afganistán, cuya frontera no pasaba de ser una invención de los cartógrafos ingleses para dividir el virreinato de la India en partes irreconciliables.
Tras nuestra breve presentación, hablamos de generalidades hasta que cautelosamente me atreví a preguntarle acerca de sus creencias, a lo que no tuvo reparos para responderme de inmediato sus fundamentos. Su respuesta me dejó estupefacto, pues tras haber hablado variados temas, desde la geografía local hasta su especialidad en medicina, me contestó que los pilares de su fundamentalismo eran el odio a Israel, el odio a Gamal Abdel Nasser por haber reconocido a Israel y a Kemal Atatürk por haber latinizado el alfabeto turco, que durante los tiempos del imperio otomano se escribía en árabe. No pude siquiera contra argumentar y cambié de tema con rapidez, pero reflexioné sobre cómo el fanatismo podía idiotizar a tal extremo al mundo.