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Harvard, los hindúes y las vacas

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En 1994 estudié un diplomado en sistemas públicos en la Universidad de Harvard. Llegué allí cuando estaba todo nevado y el frío calaba los huesos en la ribera del río Charles, donde mi facultad se encontraba, así como la pensión que compartía con un sudafricano y un economista de Bangladesh. El primero, acérrimo defensor del apartheid, llevaba barba colorina y su facha de vikingo contrastaba con la flaca, esmirriada y morena figura del bengalí, que tenía una permanente y contagiosa sonrisa.

En Harvard no se pasaba materia pues su sistema educacional utilizaba el método heurístico, basado en el análisis de casos reales, cuya solución implicaba grandes esfuerzos de investigación. Para resolver cada caso era necesario apoyarse en una extensa bibliografía que, a pesar de suponerse conocida, había que tragarse en un par de días. Volví a ser estudiante a los cuarenta años y debí retomar un hábito de estudio que creía superado, para aprobar los cursos calentando exámenes como podía.


Las pruebas consistían en el desarrollo de hipótesis de un caso diferente para cada grupo, cuyas conclusiones debían exponerse en público, para defender al estresante escrutinio de alumnos y profesores que se afanaban en festinar las tesis. No solo había que enunciar los resultados en forma clara, concisa y precisa, sino en un inglés perfecto que pudiera ser entendido por nuestros compañeros venidos de todos los países, latitudes, razas y religiones.

En un ramo debí conformar un equipo de trabajo con un arrogante hindú que tenía un alto cargo ministerial en su país. No era fácil estudiar con él pues se las sabía todas y siempre tenía la última palabra. Para colmo se nos asignó como tema la desnutrición en la India y obviamente fue la voz cantante. Nos llevó una semana estudiar, analizar, discutir y presentar una solución convincente para combatir tal flagelo con los datos que teníamos disponibles, cuidando de optimizar todas las posibles variables a nuestro alcance.

Las lecturas y discusiones se alargaban hasta altas horas de la madrugada para revisar todas las aristas del problema y agotar nuestros análisis y soluciones. Una noche, estando exhaustos, se me ocurrió hacerme el chistoso y le sugerí que una manera de terminar con el hambre en su país sería comiéndose las vacas, tan sagradas para los hindúes. No había terminado mi estúpida broma, cuando ya estaba arrepentido por la iracunda mirada con que me fulminó.

A pesar de mis atolondradas disculpas, se me vino encima como perro de presa. Había cometido un desaguisado y debí tragarme sus comentarios sobre nuestra comunión, que nos obligaba a comernos a nuestro Dios y naturalmente a defecarlo. Traté de balbucear avergonzado una respuesta coherente, pero estaba demasiado impactado por la contundencia de su argumento, sobre la que por primera vez en mi vida reflexioné. Busqué la mejor manera de escabullir el bulto y logré cambiar de tema, pero debo reconocer que esa noche me costó mucho conciliar el sueño.

Esa metida de pata me ha hecho ser mucho más cauteloso en asuntos de religión, a pesar de que siempre he sido muy respetuoso de todas las creencias. Sin embargo, reincidí años después en Pakistán, cuando se me ocurrió preguntarle a un colega, que además era buen amigo, por qué no tenía las cuatro esposas que permitía el islam, a lo que me contestó cortante que tenía más que de sobra con una sola. Desde entonces aprendí a guardar un religioso silencio.

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