Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 32
Como los volantines
ОглавлениеA pesar de mis frecuentes viajes impulsado por las potentes turbinas de los jets, tuve mi primer vuelo a fuerza de puro viento. Estaba aún en el colegio cuando un cuñado que sacó su licencia para pilotear planeadores invitó a mi hermana a su primer vuelo en el aeródromo Lo Castillo, que entonces era una pista de tierra entre los potreros de lo que hoy es Santa María de Manquehue.
Debí acompañarlos a regañadientes, probablemente sobornado por alguna entrada al cine. En el aeródromo nos esperaba una avioneta con su motor andando y el planeador amarrado a la cola con una larga soga. Ambos eran de tela y por supuesto a mi hermana le dio pánico, y tuve que salvar el honor de la familia encaramándome a la carlinga detrás del piloto. Por primera vez en mi vida me puse un cinturón de seguridad, aunque en caso de accidente, la probabilidad de escapar con vida era absolutamente cero. Tuve suerte porque años después en un vuelo en un avión de transporte militar ecuatoriano, no había cinturones de seguridad y viajé aferrado al brazo del asiento.
El avión arrancó tras tensar la cuerda mientras dos tipos equilibraban las alas del planeador. Apenas sentimos el jalón, avanzamos por la pista hasta despegar. Debo reconocer que iba aterrado hasta que se estabilizó algo más arriba que el avión sobre el sector de La Pirámide, donde nos desprendimos y planeamos hacia El Salto, con una considerable diferencia de altura, lo que me dio mucho vértigo.
Desde allí todo fue flotar por los aires sin más ruido que el viento que se colaba por el maderamen. Ricardo demostró su habilidad con las corrientes de aire y al cabo de unos minutos aprendí a direccionar el vuelo con un bastón de mando y dos pedales que replicaban los que él llevaba. Volamos más de una hora hasta que bajamos siguiendo el curso del río Mapocho para aterrizar con suavidad, hasta que el patín de cola nos recordó lo áspero de la pista.
Desde entonces solo volé en aviones convencionales y he dado varias veces la vuelta al mundo por las facilidades que permite el progreso aeronáutico y me acostumbré a motores y turbinas. Sin embargo, estando en Marchigüe, un buen día se me apareció por los aires un monumental y multicolor globo aerostático. No podía dar crédito a lo que estaba viendo y casi me fui de espaldas cuando me contaron que despegaba a diario por las tardes desde La Patagua, a un par de kilómetros del campo. Podían volar o muy temprano o muy tarde, cuando el aire estaba frío.
Al día siguiente, me las ingenié para llegar adonde despegaba y tuve la suerte de que había fallado un pasajero. Entre todos ayudamos a desplegar e inflar el inmenso globo que empezó a inflarse de costado a lo largo del suelo. El piloto nos fue indicando qué hacer, para que los viajeros que volábamos esa tarde, abordáramos el canasto. A un lado del gran cesto iba el piloto con su parafernalia de quemadores de gas, radio transmisor y altímetro. En el otro nos repartíamos los ocho pasajeros que apenas hablábamos, expectantes por la pequeña aventura que estábamos a punto de iniciar.
El globo se despegó muy suave del suelo y comenzó un lento ascenso flotando por el aire sin más apuro que la puesta del sol. Subió y bajó girando varias veces de acuerdo con el viento y pudimos remontar hasta unos quinientos metros, desde donde se podía ver nuestro querido campo a la distancia. Los globos no son dirigibles y como los vientos predominantes son del suroeste, tras una hora aterrizamos sobre un espino, tras cuyo rebote el globo terminó posándose en un potrero pelado. Allí nos esperaba la camioneta que nos había seguido por tierra con un acoplado donde se plegaba y guardaba el globo, que entre todos terminamos empacando. Después brindamos con un champán por nuestra proeza. Nunca más se le ha vuelto a ver ni he volado de nuevo como los volantines.