Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 39
Terremoto grado 8.8
ОглавлениеEs difícil describir sin estremecerse, la experiencia de sufrir un terremoto grado 8.8, el quinto más grande del mundo desde que se tienen registros y cuya energía liberada equivalió a mil bombas atómicas de Hiroshima explotando en forma simultánea. Fue tal su violencia, que el continente se movió más de tres metros hacia Australia, registrándose su mayor intensidad en la costa central de Chile, y su principal réplica fue un terremoto con epicentro en Pichilemu.
Todo comenzó en Marchigüe a las tres de la mañana del 28 de febrero de 2010, cuando dormíamos en el último día de vacaciones. Despertamos cuando empezó a temblar con fuertes ruidos subterráneos, pero durante unos quince segundos no nos levantamos pensando que sería uno de los tantos sismos a los que nos tiene acostumbrado Chile. Sin embargo, salimos disparados cuando llegaron las ondas secundarias y el movimiento se hizo mucho más fuerte. Ahí nos levantamos con mi esposa y nos encontramos en el pasillo con nuestro hijo menor que se venía despabilando. Ya sin luz, nos gritábamos tratando de cuantificar la intensidad del terremoto. Como pudimos nos posicionamos bajo el umbral de la puerta tal como hemos sido aleccionados desde la escuela primaria.
El fuerte movimiento llevaba cerca de un minuto botando todo al suelo y cuando creíamos que empezaría a decrecer, vino la onda más violenta que jamás recuerde. La luz se había ido hacía rato y el ruido subterráneo junto al golpeteo de puertas, ventanas y cientos de vidrios quebrándose, llegó a ser ensordecedor. Apegándonos a cada costado del vano, chocábamos entre nosotros impulsados por el sacudimiento telúrico y apenas nos manteníamos en pie, mientras en la más absoluta obscuridad, escuchábamos el estrepitoso ruido de murallas desplomándose y cientos de objetos haciéndose añicos por doquier.
Solo podíamos comunicarnos a gritos hasta que el sismo cesó tras tres minutos de aterradora violencia. Ya en calma, prendimos una linterna para guiarnos llenos de polvo hacia al exterior, sorteando todo tipo de objetos arrancados de las murallas y un mar de vidrios destrozados. El aire estaba enrarecido cuando salimos y una roja luna llena iluminaba tétricamente el jardín. Nos tocamos entre nosotros para verificar que estábamos enteros mientras la polvareda apenas dejaba ver las penumbras de las ruinas de las casas colindantes.
Nuestro empleado salió trémulo desde un corredor que amenazaba con derrumbarse y constatamos que él y su familia estaban en buenas condiciones, a pesar de que un muro se había desplomado estrepitosamente sobre su cama segundos después de abandonarla. Seguimos corriendo hasta la casa de nuestra hija y quiso Dios que la viésemos con su marido e hijo antes de vislumbrar en la penumbra la completa ruina de su vivienda.
Abrumados nos acomodamos a la intemperie, intentando comunicarnos con el resto de nuestros hijos que se encontraban fuera, pero nos fue imposible sin energía y todas las comunicaciones cortadas. Solo escuchábamos las sirenas, gritos y altavoces del pueblo cercano llamando a los habitantes a reunirse en el estadio, que lejano se iluminó con sus generadores. Solo a las diez de la mañana siguiente supimos que nuestros hijos estaban sanos y salvos, aunque aún muy impactados. Recién entonces pudimos dormir un rato. Durante un mes no paró de temblar, pero logramos apuntalar los muros que aún quedaban en pie para comenzar la penosa reconstrucción que duró varios años.