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Contrabandeando dólares desde Punjab

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Cuando trabajaba en Pakistán se me pagaba en una cuenta en dólares que tenía en un banco local, desde donde podía transferir a mi cuenta de un banco nacional en Miami, pues ninguno pakistaní operaba en Chile. Mis pagos se acumulaban por meses debido a las burocracias combinadas del gobierno y el Banco Mundial con sus respectivas contralorías.

Llevaba un par de años en Pakistán y había logrado estabilizar mis finanzas particulares cuando ocurrió el escándalo de las cuentas del General Pinochet en el Banco Briggs, que arrastró al Banco de Chile en Miami. Con o sin razón, el banco entero fue embargado por la justicia y coincidió que una remesa mía que concentraba como cinco meses de trabajo fue retenida por meses antes de ser devuelta a su origen.

Eso significó para mí un descalabro total pues quedé sin un peso para pagar deudas y gastos de la casa, y necesité posponer pagos de acreedores, incumplir deudas y reventar las tarjetas de crédito. Debí volver a Pakistán en tal ruina, que las “lucas” apenas me alcanzaron para llegar al aeropuerto de Pudahuel en un bus de recorrido que salía del centro. Gracias a Dios, tenía los pasajes pagados para volver al otro lado del mundo y recuperar la fallida transacción.

No tenía cómo recoger la plata de Pakistán hasta que se aclarara la situación del banco en Miami, que siguió clausurado durante un par de meses. Rogando al cielo para que no se complicaran más las cosas, logré con inmensa dificultad rescatar diez mil dólares que era el máximo monto posible de transportar conmigo y que a esa fecha valían mucho más que hoy. En Pakistán, tamaña cifra era una millonada, pues un empleado público medio ganaba aproximadamente treinta dólares. Dividí los billetes entre los bolsillos delanteros de mis jeans, que se abultaban visiblemente y dentro de una parka con muchos cierres, que me puse a pesar de los 40º C de Islamabad.

El aeropuerto de Islamabad estaba siempre caóticamente atiborrado de policías, taxistas, cargadores de maletas, captadores de hoteluchos, mendigos y toda una pobrísima muchedumbre que vivía de pequeñas propinas. Para tomar un vuelo existían al menos seis filtros de seguridad con máquinas detectoras de metal y policías que hacían cacheo manual. Era de noche y el lugar estaba repleto con largas filas de pasajeros esperando salir del país. Por supuesto que mis abultados bolsillos llamaron la atención y a requerimiento de un agente debí sacar los manojos de billetes y contarlos uno por uno, para asegurar que su monto no transgredía la ley. Todo esto sucedía delante de tres policías que se miraban capciosos unos a otros y del asombrado gentío que pasaba por nuestro lado.

Este procedimiento se repitió en cada filtro en que tuve que repetir una y otra vez las explicaciones mostrando mi pasaporte con visa de funcionario internacional. Cada oficial se mostraba más curioso que el anterior, mirando codicioso cada recuento de plata mientras a viva voz llamaba a otros colegas. Sentí una tremenda vergüenza, pero más aún temor por la policía que tenía fama de corrupta. Por fin suspiré aliviado cuando me embarqué en el avión a Londres.

En el aeropuerto Heathrow de esa ciudad, todo se repitió y volví a dar más explicaciones, pero esta vez en una sala privada, donde me hicieron pasar apenas entré a migración, cuyos funcionarios seguramente estaban “dateados”. En ese aeropuerto, los vuelos que llegaban del subcontinente indio estaban sujetos a controles especiales y el trato de los agentes era duro y arrogante. Solo mi pasaporte europeo los calmó un poco y logré zafármelos. En adelante no saldría de los aeropuertos hasta llegar a Chile de madrugada, donde nadie se fijó en mis pantalones que, tras dos días de viaje, abultaban por varios lados.

Solo respiré aliviado y pude descansar cuando al día siguiente deposité el dinero en el banco y pude pagar las urgencias y dar la cara a mis acreedores.

Para hacer el cuento corto...

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