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La Sra. viceministra

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Corría el año 1998 y el mundo soviético, que se había derrumbado estrepitosamente junto a sus países satélites, buscaba en occidente las soluciones a los problemas que el comunismo no había resuelto. Los primeros en sacudirse del yugo ruso fueron Hungría, Checoslovaquia y Polonia.

Las organizaciones internacionales querían que Hungría aterrizara en la unión europea sin mayores traumas, tras permanecer por décadas tras la cortina de hierro. No era tarea fácil pues querían tener una economía de mercado sin el tremendo esfuerzo que había llevado construir las sociedades industriales de Europa. Era un privilegio que usaban como moneda de cambio por su importantísimo rol en la caída del muro de Berlín.

El Banco Mundial sabía que no podía desmantelar la enorme burocracia socialista de la noche a la mañana y buscó construir sobre esta un nuevo modelo de Estado, atiborrando al gobierno con técnicos de muchos países. Llegaron fondos y asesores de todo tipo a empujar las reformas que fuesen necesarias para reincorporar a su hija pródiga a la cultura económica occidental, sin menoscabar su milenario orgullo nacional.

Fui contratado por dos años para apoyar la reforma fiscal y me instalaron en un gran edificio de Budapest, por donde circulaban muchos consultores apoyando programas de coyuntura económica, diseño de nuevas instituciones, reformas de códigos, reingeniería de infraestructura y un largo etcétera de cambios que requería Hungría para ingresar a la Unión Europea. Había americanos, británicos, holandeses, griegos, hindúes, italianos, colombianos, canadienses, y un chileno: yo.

Una de mis contrapartes era una temida viceministra de ingresos, famosa por su arrogancia y mal genio, que debió haber sido hermosa de joven, pero los años de burocracia la habían engordado y envanecido. La prominente señora a la que llamaré Nagihaszy, siempre de rubio platinado y exageradamente pintarrajeada, se tomaba semanas en recibirme y cuando lo hacía, debía mendigar su atención por más esfuerzo que ponía en mis presentaciones. Era tanto mi fracaso tratando de alinearla a nuestro objetivo, que mi propio contrato estaba siendo cuestionado.

Me armé de valor un día y me planté de guardia en su oficina hasta que me recibiera. Temeroso, le manifesté que las cosas no podían seguir de esa manera y que sincerara sus razones. Me escuchó atenta y con amabilidad me contestó que no tenía nada personal en mi contra, pero no sabía qué podía aprender de nuestro país, cuya gente usaba plumas cuando su país era cabeza del todopoderoso Imperio Austrohúngaro. Quedé atónito, pero en un acto casi temerario logré responderle que, si bien históricamente podía ser cierto, en nuestro humilde Chile ya nadie usaba plumas y tenía entonces un mayor ingreso per cápita que la linajuda Hungría.

Además, aproveché de decirle que, si bien era chileno, y muy orgulloso de serlo, era también ciudadano alemán y por eso cumplía el requisito que la Unión Europea exigía a sus consultores. Esta vez la sorprendida fue ella y me miró entre irónica y escéptica, a lo que no pude sino poner sobre su escritorio mi pasaporte europeo, que tomó y leyó confundida con una rara mueca de aprobación. Me lo devolvió sin decir más y me concedió una audiencia junto a su equipo de trabajo para el día siguiente.

A partir de entonces, todo cambió. Cuanto yo decía llegó a ser para ella un verdadero dogma de fe. Nunca imaginé que un simple pasaporte pudiera impresionar tanto a alguien tan importante y me permitiera por lo pronto honrar mi contrato de trabajo.

Para hacer el cuento corto...

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