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La “Guateplaya”

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Han cambiado las cosas desde que era universitario y los estudiantes no teníamos la económica comida chatarra. No existían los McDonald’s, los PizzaHut, y en la universidad hacíamos unas dietas forzosas que nos mantenían esbeltos y guapetones.

Existían casinos que por ser concesionados eran muy caros, pero estaba la alternativa de comer en los de empleados de la facultad, que libres de impuestos, eran más baratos. El menú diario consistía en empanadas o un bistec frito en aceite reutilizado mil veces y cuyo eterno chisporroteo se escuchaba desde la calle. Los más pudientes pedían papas fritas, los más austeros, arrocito de segundo grado, que era pura mazamorra y no tenía el actual glamur del risotto. Pero el casino de empleados tenía espacio solo para ellos y la demanda obligaba a largas colas que a veces terminaban sin comida.

Si no encontrábamos espacio nos batíamos con marraquetas y mortadela, compradas en las rotiserías vecinas, para comerlas sentados en alguna banca de la escuela. Acompañarlas con palta era lo máximo, y las hallullas con queso laminado eran la dieta de la clase media. Cuando no alcanzaban las lucas, comer pan con salmón tipo jurel nos hacía aguantar hasta llegar de vuelta a casa. Tomar Coca-Cola era un lujo y le hacíamos mucho al agua de la cañería, aunque algunos compañeros pedían también cañas de vino en un bar de las inmediaciones, donde servían desde la misma garrafa. Había alumnos que eran brillantes en sus pruebas solo si estaban “copeteados”.

Algún buen compañero, agobiado por nuestra precaria economía, ubicó un restorán clandestino en una mansión arruinada de la calle Vergara, que se subarrendaba por piezas. El local era inmundo y se comía hasta en el descanso de una alguna vez señorial escalera que se caía a pedazos. Todo el lugar era lúgubre y parecía sacado de una novela de Umberto Eco. Sus pocas mesas eran peloteadas por los que tenían la última hora de la mañana libre. Los espacios que quedaban eran ferozmente disputados arrimando cuantas descuajeringadas sillas fuese posible encontrar, de las que había de todos los tamaños, materiales y colores.

Cuando nuestro grupo de compañeros se hizo habitué del lugar, empezamos a gozar de ciertos favores de parte de la dueña, una mujer alta, sonrosada, de bigotitos incipientes y de tal gordura, que la llamaban la “Guateplaya”. Nos atendía personalmente y raspaba el fondo de la olla cuando había cazuela o cortaba más largos los trozos de longaniza si había porotos con riendas. A pesar de ser tiempos de desabastecimiento y mercado negro, nunca le faltaba carne para la cazuela o el estofado, pero el único café que tenía era intomable. Si andábamos sin plata nos fiaba y hubo quienes llegamos a tener una cuenta corriente anotada en un grasiento cuaderno escolar que solo ella era capaz de descifrar. De postre nos daba un plátano o un flan de dudosa procedencia.

Lo más notable era que sus clientes venían de las familias más distinguidas del barrio alto y se juntaban probablemente los fines de semana en los clubes de golf. La educación gratuita universitaria nos favorecía a quienes procedíamos de familias más cultas y colegios más preparados para rendir la prueba de aptitud académica. Esto parecía enorgullecer a la “Guateplaya”, quien se ufanaba de sus niñitos bien, los que fuimos desapareciendo a medida que nos recibíamos.

Con todo el desarrollo gastronómico y los hábitos dietéticos actuales, sería divertido encontrarse hoy con aquellos compañeros convertidos en exitosos profesionales comiendo cositas light en elegantes restoranes afrancesados. Estoy absolutamente seguro de que la mayoría recordaría con nostalgia las sabrosas cazuelas y los porotos con riendas de la “Guateplaya”.

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