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Dos curas volubles

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Estudié siempre en colegio de curas en Santiago y tengo un buen recuerdo y agradecimiento de ellos, en especial por su paciencia conmigo y la impronta de vida que me inculcaron. Siempre hubo sacerdotes inclinados a diferentes ideologías que trasuntaban de una manera u otra, y basta leer la historia para darse cuenta de que siempre han estado en todos los bandos. Sin embargo, hay dos casos que, por la particularidad de sus vuelcos, me atrevo a narrar.

Estudié mis primarias en el Colegio Saint George que se caracterizaba por su disciplina y espíritu competitivo. Yo era apenas un alumno cuatrero-marzista (de esos que apenas sacan un cuatro en los exámenes de marzo) y mi conducta no se alineaba a la disciplina casi militar que imponía el padre prefecto, un gringo que confundía el colegio con un regimiento.

El resultado obvio fue que, tras una docena de anotaciones, dictaminó que mi matrícula quedaba condicional y debí acompañar a mi padre a una reunión que me imaginaba sería mi moledora de carne.

La reunión empezó con el cura prefecto fumando un puro y ostentando tras su escritorio la arrogante autoridad que tenía sobre más de mil quinientos alumnos y le exigió a mi padre identificarme con mi número.

―1554, papá…

Mi padre no me dejó terminar y le volvió a preguntar por mi situación deletreando mi apellido a lo que el cura insistió con el número. En ese minuto me di cuenta de que la balanza se inclinaba a mi favor, en especial cuando mi padre le dijo muy sereno que no entendía cómo podía condicionar mi permanencia en el colegio si solo me conocía por un número.

―…No parece ser una buena práctica docente

El cura se encolerizó y le preguntó que quién se creía para cuestionar las prácticas docentes del colegio.

―Soy el decano de la Facultad de Economía de la Universidad Católica de Chile y ahí le dejo mi tarjeta…

El cura quedó mudo y en su confusión le pidió disculpas y solo atinó a ofrecerle puros buscando re entablar una conversación coherente que mi padre rechazó cortésmente al momento que me invitaba a salir con él. Yo no daba más de dicha.

El prefecto tuvo un giro copernicano en su vida y varios años después se destacó por su humanidad que le hizo referente de toda una generación de alumnos muy proclives al socialismo y fue caracterizado en una exitosa película.

Cursé mi secundaria en el colegio jesuita de San Ignacio y me acostumbré de inmediato y a pesar de no mejorar mucho mi conducta, guardo muy buen recuerdo de los curas. Había uno que provenía del sur y era étnicamente alemán, de lo que se ufanaba pronunciando sus primeros cuatro apellidos. Era químico y estaba encargado de la biblioteca que mantenía germánicamente ordenada. Sin embargo, debió tener algunas confusiones, pues en una oportunidad me fijé que, a un costado de su escritorio, había un retrato de Adolfo Hitler.

Fue trasladado tiempo después y nadie supo más de él, hasta que mucho después, un buen amigo mío lo encontró haciendo clases en la Universidad Católica de Quito. Continuaba dedicado a la química, pero había envejecido y cambiado radicalmente de postura política, al punto de ser un ferviente partidario de la teoría de la liberación y apoyaba las guerrillas revolucionarias. Nunca alguien supo más de él.

Para hacer el cuento corto...

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