Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 18
Rescate en la cordillera
ОглавлениеEn el año 1975 me dio por escalar cerros contando con mucha más voluntad que técnica, hasta que un día, me animé con tres amigos de la facultad a subir el cerro San Ramón frente a Santiago. Para acceder a su cumbre de tres mil quinientos metros de altura, se debía llegar por el cerro Abanico y sobrepasar la cresta de Los Azules. Nuestra afición era tan humilde que tomamos un microbús a Peñalolén y desde allí cruzamos caminando unos potreros que nos llevaron a la hermosa quebrada de Macul, regada por una vertiente que bajaba de la alta cordillera. Solo llevábamos bototos, jeans, un gorro, dos chombas de lana, y algo de comida en un morral amarrado a un saco de dormir de franela.
Salimos temprano para pernoctar bajo un enorme peñón, que a mil ochocientos metros de altura sobresalía de un farellón desde donde se tenía una impresionante vista de Santiago. El estrecho lugar estaba cortado a pique, y daba mucho miedo moverse dormido y caer al vacío. Se escuchaba el ruido de la ciudad, entremezclado con muchas voces perfectamente audibles, ladridos y frenadas de automóviles.
De madrugada nos separamos en grupos y cuando iba el mío subiendo el cerro Abanico, nos cruzamos con un rescatista de montaña que bajaba veloz por los riscos. Nos requirió desviarnos hacia un acantilado donde se había accidentado un andinista mientras él volvía a pedir auxilio, pues entonces no había celulares. Después supimos que se trataba de un conocido andinista que años después conquistó el Everest.
Llegamos fatigados a medio día a la cumbre sur del cerro Abanico, donde se había despeñado el montañista. Le habían fijado la cervical, entablillado un pie y estaba amarrado a una camilla de montaña. Tenía mal aspecto, con la cara ensangrentada, y aunque consciente, tiritaba de frío y se quejaba mucho.
Esperamos hasta las tres de la tarde, cuando llegó un helicóptero de rescate arrojando bengalas para saber la dirección del viento, que a esa hora se arremolinaba endemoniado. A señas nos indicaron que trasladásemos al herido a un peñón donde se pudiera posar el aparato, lo que no fue fácil, pues la saliente rocosa sobresalía de una pared vertical sobre un abismo de trescientos metros. El helicóptero podía posar allí solo un patín y debía equilibrarse hasta que se pudiera introducir la camilla en la cabina. El piloto abortó dos intentos de posarse, pues no se sustentaba y caía al vacío de costado con sus hélices zumbando sobre nuestras cabezas. Era mucha altura para el ruidoso Bell-UH1, que se hiciera famoso en la guerra de Vietnam.
Al tercer intento, un tripulante amarrado al fuselaje logró, con gran dificultad, asir la camilla y amarrarla a la nave mientras la manteníamos en vilo, con el ensordecedor rotor sobre nuestras cabezas y el precipicio bajo nuestros pies. Solo pudo mantenerse en esa posición unos segundos, hasta que aceleró dramáticamente para despegarse del risco y comenzar su descenso, esquivando el acantilado. Después giró levemente para lanzar una bengala de despedida y vimos la camilla amarrada a sus patines, perderse de vista.
Agotados, volvimos al día siguiente a Santiago y por las noticias del diario, supimos que el accidentado estaba fuera de riesgo vital. Nuestros amigos escaladores que se nos habían adelantado no podían creer la aventura que se habían perdido.