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Mi tía monja de claustro

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Mi tía María era una hermana menor de mi padre, quien, a pesar de sacar el máximo puntaje en el bachillerato, renunció a seguir derecho para ingresar a un convento de monjas clarisas descalzas, fervorosas de las severas reglas franciscanas. En Santiago su convento de estilo románico estaba ubicado en Avenida Ossa esquina de Echeñique, en Ñuñoa, el que estoico, aún sobrevive rodeado de enormes edificios de departamentos.

Las monjas clarisas eran de claustro y hacían votos perpetuos de castidad, silencio, obediencia y pobreza. Durante su enclaustramiento dedicaban su vida a la oración y abastecer a las iglesias de finísimos ornamentos de misa que bordaban en oro y plata. A un costado del convento, protegido por grandes murallas, había un huerto de árboles frutales y hortalizas que minuciosamente cuidaban las hermanas pobres de San Francisco, y con delicadeza cosechaban para abastecer unos orfanatos. Sus oraciones se iniciaban a las cuatro de la mañana y eran seguidas por ocho horas canónicas entre las que destacan los maitines, ángelus y laudes.

Recuerdo que mi padre me llevaba junto a mis hermanas un par de veces al año a verla, cuando Tobalaba era un camino de tierra y el canal San Carlos regaba potreros, pasada la actual calle Diego de Almagro. La visita era anunciada con mucha anticipación, se nos vestía con tenidas domingueras y éramos instruidos en mantener respetuoso silencio dentro del convento que celaba una adusta monja portera.

El lugar de visita se llamaba refectorio. Adornado con cuadros coloniales, una de sus paredes tenía de la mitad hacia arriba una reja con gruesos barrotes de fierro forjado que protegían un tablado de unos dos metros de profundidad, que remataba en otra reja de igual robustez. Ambas estaban cubiertas con gruesos cortinajes de pesado terciopelo obscuro. Durante las audiencias privadas las visitas quedaban en la sala del público y las monjas del otro lado conversando ocultas entre las cortinas, que siempre delataban a una monja testigo a la que obligaban las reglas monásticas. Para dar o recibir comunicaciones y regalos, existía un torno de un metro y medio de altura, que funcionaba igual que una puerta giratoria confeccionada entera en madera negra.

Mis padres le llevaban regalos y fotografías cuando la visitábamos y nos conversaba desde la obscuridad tras las rejas. Siempre nos tenía dulces y golosinas, y en una ocasión, debía tener unos seis años, me los quiso entregar en persona. Mi padre no encontró algo mejor que enviarme en cuclillas por el torno; es fácil comprender cuan tétrico era, en especial en los segundos que durante el giro quedaba a obscuras. Sin embargo, lo más aterrador fue lo que encontré al otro lado en la más absoluta penumbra. La tía María, a quien nunca conocí su cara, y la abadesa, vestidas enteras de negro con sus caras tapadas por sus mantos a modo de burka. Eran encantadoras, pero debo haber tenido tal cara de espanto, que rápidamente me devolvieron cargado de dulces por el mismo torno.

Debió llevar una vida de mucha santidad y paciencia sumida en la oración. Mucho después fue trasladada a otro convento cerca de Recoleta y no la vi más hasta su muerte, cuando me legó expresamente un antiquísimo cuadro quiteño de San Antonio de Padua, que ahora adorna nuestra casa en Marchigüe.

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