Читать книгу Para hacer el cuento corto... - Hugo Hanisch Ovalle - Страница 14
Misión en Albania
ОглавлениеEn 1992 me tocó asesorar al gobierno de Albania apenas caído el dictador comunista Enver Hoxa, quien gobernó al país con mano de hierro por décadas. Albania era un país mayoritariamente musulmán enclavado en los Balcanes, y su gente tenía fama de floja y mañosa. El nuevo gobierno buscaba apresurado integrarse a occidente y necesitaba que el Banco Mundial le indicara un derrotero.
Llegamos con otros consultores en un avión Ilushin de fabricación soviética desde Budapest. El vuelo fue aterradoramente ruidoso y mal atendido por azafatas militares húngaras que daban inentendibles instrucciones en ruso. El aeropuerto de Tirana era poco más que la estación de trenes de Rancagua en Chile, y estaba colmado de gente que corría por la losa ofreciendo ayuda con las maletas o los trámites de migración. Si no conseguían prestar sus servicios, pedían limosna.
La carretera que unía al aeropuerto y la ciudad tenía solo una pista y cada vez que se cruzaban dos vehículos, debían esquivarse usando las bermas de tierra. Durante los veinte kilómetros del trayecto se observaban a ambos lados del camino, cinco o seis hileras de tocones de árboles cortados, tras los cuales se observaba una agricultura medieval.
El chofer nos contó que el dictador había sido hijo de un leñador y quiso convertir a Albania en una potencia forestal. Sus serviles subalternos habían apenas forestado la ruta al aeropuerto, pero solo lo necesario para convencerlo de que el país era un gran bosque. En la hambruna de 1989, los árboles fueron hechos leña. Antes de llegar a la ciudad, me sorprendió ver cientos de miles de nidos de ametralladoras esparcidos por el campo, de forma muy parecida a nuestros hornos de carbón. Todos estaban abandonados y la gran mayoría derruidos. Esta vez la respuesta fue que la paranoia del dictador lo llevó a pensar que Albania sería atacada por Estados Unidos y forzó a la gente a construir sus propias defensas, donde naturalmente nunca existieron ametralladoras.
Ya en Tirana, nuestra primera reunión fue con el director de hacienda a fin de entender las cifras macroeconómicas del país. Tuvimos una sorpresa mayúscula cuando sacó de un armario un grueso libraco en que llevaba a mano toda la contabilidad del país. Le tratamos de explicar con peras y manzanas cómo funcionaba el Impuesto al Valor Agregado: Si Pedro compra a Juan un kilo en 100 y lo vende en 120, entonces su valor agregado es… etcétera. Nos contestó que eso era imposible, pues era un crimen contra el Estado recargar un precio y quien lo hiciera tendría pena de cárcel. No lo pudimos convencer.
El único restorán bueno de Tirana era de un italiano y funcionaba en el subterráneo de un edificio cualquiera, sin ninguna decoración y al que se podía acceder solo a través de un extenso sitio eriazo al que se entraba por una desvencijada puerta. Cenamos una pasta maravillosa y brindamos con los otros comensales: los embajadores de Estados Unidos y Suecia, además de dos generales franceses perfectamente uniformados.
Para buscar una aspirina, debimos recorrer como diez cuadras. Encontramos al interior de una población de edificios, una tiendita que exhibía en un mostrador hechizo tres tiras de aspirinas, dos o tres desodorantes y un frasco de colonia barata. La amabilidad del vendedor nos conmovió al punto que le compramos todo antes de volver a Hungría en otro avión Ilushin, más ruidoso que el anterior y cuyo techo exterior había sido claramente formado a golpes de martillo.