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La estación de Boloña

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Aún soltero, me dediqué a recorrer de mochilero la maravillosa Italia en tren, lo que me permitía un turisteo muy barato y alternar mis noches pernoctando en vagones o estaciones. La de Boloña era particularmente atractiva, pues su sala de espera de segunda clase era la única que contaba con calefacción, que para mí representaba casi un lujo. Boloña era una vieja ciudad de la región de Emilia-Romaña, famosa por sus icónicas due Torri, último vestigio de las innumerables construidas durante el medioevo, y era un importante enclave ferroviario desde donde podía recorrer el norte de Italia.

En invierno, la estación de segunda era una verdadera caricatura social, pues su calefacción atraía a los cesantes y vagabundos de la ciudad. La sala era espaciosa, tenía bancas de madera llenas de inscripciones hechas a cortapluma, y el ambiente estaba cargado de un hedor espeso. A pesar del ruido de trenes y parlantes, los huéspedes acostumbraban a dormir en el suelo arrellanados entre trapos y trastos, hasta que algún carabinieri los despertara para identificarlos y revisar si contaban con algún pasaje de tren, haciendo la vista gorda con algunos tiquetes usados y recogidos en los andenes.

Los vagabundos entraban y salían del lugar parsimoniosamente, algunos meditabundos y otros más expresivos, pero todos tiznados de mugre y algún grado de locura. Ocupaban siempre el más protegido fondo del lugar y vestían ropas recogidas de la basura que nunca daban la talla y rellenaban con papeles de diario.

Recuerdo dos mujeres con andrajosos trajes largos del siglo XIX, una de las cuales vestía de terciopelo y no se despintaba un quitasol que estaba en los alambres. Los hombres se le insinuaban con dichos picantes, que devolvía siguiéndoles a veces la corriente o simplemente a insultos que, sin saber italiano, eran fáciles de entender. Muchos ingerían restos de comida rápida sacada de los basureros y tomaban sopas que alguna institución de caridad repartía.

Los había desde ciegos, cojos y mutilados, hasta simples rateros que comentaban las noticias leídas en los trasnochados diarios sacados de la basura o en los fétidos baños públicos de la estación. Yo por mi parte, me acostumbré a usar los baños de los trenes que se limpiaban más seguido y podía además lavar mi ropa, pues se secaba más rápido si la tendía al viento exterior aprisionándola con las ventanas. Muchas veces hice todo el viaje en algún baño, ya que de noche eran poco frecuentados, y me atrevía a lavar calcetines y calzoncillos que se secaban medianamente en un par de horas.


En las estaciones los viajeros esquivaban a los vagabundos que mendigaban, rehuyendo el fondo de la sala para ubicarse cerca de las puertas a pesar de los permanentes chiflones. Yo me confundía entre estos últimos siguiendo simplemente mi olfato, aunque era necesario contar con un boleto a mano, cosa que con frecuencia se me hacía muy difícil. Aprendí que la costumbre era meterse sentado al saco de dormir sin acostarse a lo largo de las bancas, y nunca hacerlo en el suelo, pues los carabinieri me habrían arrestado de inmediato. Me gané varios dolores de tortícolis tratando de armonizar las normas con mi cansancio.

Dejé Italia camino a Suiza y nunca más volví al pequeño hogar que me brindó la estación de Boloña por una semana. Ya en Chile, antes de un año después, los noticieros difundieron las terribles imágenes del bombazo con que los neofascistas destruyeron, en 1980, la sala de espera de segunda clase, matando a ochenta y cinco personas que, sin duda, debieron incluir a esos pintorescos vagabundos y lunáticos de la ciudad.

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