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I. INTRODUCCIÓN

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Eurostat define el turismo como «la actividad de los visitantes que realizan un viaje a un destino principal fuera de su entorno habitual, de menos de un año de duración, siempre que el principal motivo del mismo, incluidos negocios, ocio u otros motivos personales, sea distinto de un empleo en una empresa establecida en el lugar visitado»1. Dado que la Unión Europea es el primer destino turístico del mundo, llegando a absorber el 51% de las llegadas totales de turistas y el 40% de los ingresos globales de este sector en 2018, no es de extrañar que la Oficina Estadística de la Unión Europea se haya ocupado de dar una definición de esta actividad2. Una actividad económica que, dada su relevancia en el Producto Interior Bruto (10%) y en el empleo de la Unión Europea (9%)3, es la tercera en importancia después del comercio y la construcción4.

Los beneficios que reporta el turismo no se circunscriben al ámbito económico, habiéndose consolidado como un importante factor de cohesión social y cultural en una organización supranacional cuyos Estados miembros mantienen diferencias socioculturales francamente relevantes. Teniendo en cuenta los argumentos esgrimidos, parece que existirían motivos suficientes para que el turismo ocupara un lugar prominente en el ámbito político y jurídico de la Unión Europea. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. De los tres niveles de atribución de competencias a la Unión Europea por parte de los Estados miembros (exclusivas, compartidas o de apoyo coordinación y complemento), el turismo se sitúa en el nivel de perfil más bajo5. Según VILLANUEVA CUEVAS la causa de esta opción política, en última instancia, es que «el fenómeno turístico en la UE presenta connotaciones francamente divergentes en cada uno de los Estados miembros»6. Hay Estados miembros receptores de turismo, como España o Italia; Estados miembros que tienen una balanza de entradas y salidas claramente deficitaria, como Suecia, y otros que, al mismo tiempo, son receptores y emisores de turistas, como Alemania. Esta diversidad ha convertido al principio de subsidiariedad en el eje vertebrador de la acción de la Unión Europea en materia turística, limitando sus intervenciones a fijar orientaciones y objetivos comunes mediante instrumentos no vinculantes7.

Pese a la falta de intervención explícita de la UE en esta materia, es de sobra conocida la «naturaleza poliédrica del turismo», constituyendo un ámbito condicionado por numerosas normativas sectoriales8. Esta circunstancia ha sido aprovechada por el legislador de la Unión para regular de forma horizontal, transversal o indirecta el sector turístico, haciendo uso de su amplio margen de actuación en otras materias como la libre circulación de personas, servicios y capitales (mercado interior)9; los transportes; la cohesión económica, social y territorial10 y el medio ambiente11. No obstante, esta opción legislativa no está desprovista de inconvenientes, siendo uno de los más importantes el hecho de que la regulación del turismo a nivel europeo dependa de que el aspecto en cuestión que se quiera abordar se sitúe también en un sector concreto en el que la Unión tenga competencias exclusivas o compartidas.

Este inconveniente se ha puesto en evidencia con la irrupción de la economía colaborativa en el sector turístico. La economía colaborativa, como trataremos de justificar con posterioridad, más que una nueva actividad económica, constituye una nueva modalidad de prestación de servicios. Por ello, su aplicación al turismo ha supuesto una revolución para servicios tradicionales como el alojamiento, la hostelería, el transporte o las visitas turísticas guiadas. El problema es que, a nuestro entender, la Unión Europea no ha empleado (o no de forma suficiente) la principal vía que tiene a su disposición para afrontar esta revolución: sus competencias sobre el mercado interior y, más concretamente, sobre la libre prestación y establecimiento de servicios. Así lo muestra el hecho de que la dos normas europeas de mayor relevancia aplicables al turismo colaborativo, la Directiva 2000/31/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 8 de junio de 2000, relativa a determinados aspectos jurídicos de los servicios de la sociedad de la información, en particular el comercio electrónico en el mercado interior (en adelante, Directiva sobre comercio electrónico) y la Directiva 2006/123/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de diciembre de 2006, relativa a los servicios en el mercado interior (en adelante, Directiva Servicios), datan de principios de este siglo. Coincidimos con GOUDIN en que, aunque la economía colaborativa ha sido y será capaz de crecer bajo el actual marco jurídico, ello no implica que dicho marco sea el más adecuado para proporcionar los mejores resultados12.

Nuestro objetivo en este trabajo es doble. En primer lugar, exponer la incidencia del Derecho de la Unión en la configuración del régimen jurídico de un sector concreto del turismo colaborativo, el de los guías turísticos colaborativos. En segundo lugar, poner de manifiesto los problemas derivados de regular transversalmente y con una normativa obsoleta un sector que cada vez tiene mayor incidencia social, política y económica. Con ello trataremos de demostrar la necesidad de promulgar una regulación que atienda a las necesidades específicas del turismo colaborativo en la actualidad, como es la existencia de dos servicios (el de intermediación y el denominado servicio subyacente), la convivencia entre prestadores profesionales y no profesionales del mismo servicio o la existencia de modalidades en las que, en principio, el prestador no cobra contraprestación por los servicios que presta, circunstancia que invita a cuestionar la existencia misma del servicio. Si no se atiende a esta necesidad, como advierte la Comisión, «existe el riesgo de que se aprovechen las zonas grises reglamentarias para eludir normas diseñadas para proteger el interés público»13.

Tratado jurídico ibérico e iberoamericano del turismo colaborativo

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