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UN ENCUENTRO FORTUITO

Luis Rojo era, se sentía, un triunfador. Redactor del Norte de Castilla, cronista local, siempre tenía información de primera mano. Se consideraba a sí mismo, y era considerado por sus jefes, el periodista mejor informado de Valladolid, al menos en el ámbito social y universitario. Sabía escuchar, y tenía una habilidad especial para dar confianza, por lo que todos los actores, políticos o no, de la sociedad se desahogaban con él, y le mantenían bien informado. Su relación era especial con la policía. De vez en cuando les pasaba información, asambleas, convocatorias de huelgas o manifestaciones, y a cambio él se enteraba de todo a veces incluso antes de que sucediera. Pero no era un chivato. Nunca dio un nombre que no fuera sobradamente conocido.

Tenía menos de cuarenta años. Bien parecido, alto, bien vestido, siempre informal, tenia un apartamento en la calle Santiago, bien acondicionado, con muebles modernos, lo que él llamaba “su picadero”. Tuvo un desengaño amoroso con veinte años, y decidió no volver a depender del amor jamás. Solo quería relaciones ocasionales, aunque tenía una facilidad enorme para jurar amor eterno y hacerse creer.

Era casi un experto en política universitaria, ámbito en el que se movía como pez en el agua. Ligaba bastante, casi siempre con estudiantes de los primeros años, y conseguía hacerse amigo de la progresía que deambulaba por las cafeterías de las distintas universidades. Sobre todo, le interesaba el ambiente próximo al PC, caladero en el que había echado las redes alguna vez. Los comunistas tenían unas simpatizantes muy guapas, pero los que estaban más arriba eran recelosos y desconfiados, sobre todo ellas, tibiamente feministas y con ganas de progresar en la política. Veían próximo el fin del régimen, y soñaban ya con un puesto en la vanguardia. Entró en el bar de la Facultad de Derecho y pidió un whisky con soda. Le gustaba el Dyc, pero pidió uno escocés, más que nada por preservar su imagen, tan laboriosamente conseguida. Entonces vio a Amalia, tomándose un café.

Se le acercó con la copa en la mano y la invitó. La conocía de los tiempos de la facultad, aunque nunca había hablado con ella excepto en grupo. El era mayor, y había estudiado periodismo ya hacía unos cuantos años, pero tenía una cierta amistad con media facultad, lo mismo que en Medicina, Ciencias o Filosofía y Letras.

Hablaron de lo divino y de lo humano, y procuró satisfacer el ego de ella, de la manera tan poco sutil que tan bien dominaba. Porque esa tarde estaba solo, sin ningún proyecto a la vista, y pensó que Amalia, ni guapa ni fea, ni joven ni mayor, ni lista ni tonta, podría ser una opción satisfactoria. Así que se lanzó al vacío, así, como le gustaba, sin paracaídas.

—Por cierto, me gustaría seguir esta conversación en un sitio más agradable. Conozco un Pub que está muy bien, oímos un poco de música y charlamos relajadamente. ¿Te parece?

—A mí se me ocurre otra idea mejor. Podríamos ir a tu casa…¡ Pero qué tonta soy! No sé si estás casado, si vives con otra persona, no sé nada de ti. Y no quiero que pienses mal de mí, es que no me gusta la música de los bares, tan ruidosa que no se puede charlar tranquilamente.

—¡Ja, ja, ja! No, no te preocupes. Vivo solo. Y, si tuviera pareja, soy fiel por naturaleza, nunca quedaría con otra, ni tan siquiera para charlar. ¿Qué tipo de música te gusta?

—Bueno, me gusta sobre todo la música clásica, no sé qué música te gusta a ti. ¿Tienes la quinta de Beethoven?

—Por supuesto. Me alegro de que te guste la música clásica.

Todavía no daba crédito. Era difícil que una chica tomara la iniciativa, así de golpe, sin tiempo de conocerse, poco más que de vista.

Salieron a la calle. Todavía era de día, pero la luz era más tenue, como correspondía a un frío día de febrero. Los árboles despoblados del Campo Grande, y la luz del atardecer que dialogaba con el brillo, igualmente suave, de las farolas. Todo invitaba a la melancolía.

Llegaron a un portal de la calle Santiago y subieron al apartamento de Luis. No perdieron mucho el tiempo. Luis puso el disco. Se besaron y comenzaron a desnudarse. Ella, desnuda de cintura para abajo, le bajó los pantalones y le empujó al sofá. Se puso sobre él y le besó. El se dejaba hacer, sorprendido por la actividad frenética que desarrollaba Amalia. Tras el respaldo del sofá había una estantería con libros y adornos, entre los que destacaba una réplica de la estatua de la libertad sobre un pedestal de mármol. Amelia le tapó los ojos con la mano izquierda mientras le besaba en la boca, y con la otra mano cogió la estatua y le golpeó en la sien con todas sus fuerzas. No hizo falta un segundo golpe. La quinta sinfonía llamaba al destino con sus potentes golpes de timbal.

Poder y destino

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