Читать книгу Poder y destino - Javier González Sanzol - Страница 8
ОглавлениеANTES DE SER DIOSA
Odiaba su nombre. Amalia. Unos le llamaban Amelia, otros según el día, Amalia o Amelia. A veces, hasta ella misma dudaba, como cuando le nombraba la señora Juliana, que siempre le llamaba Amelia, hasta cien veces al día, a veces Amèlie, en francés, para presumir de que su madre había trabajado veinte años como cocinera en un hotel en Marsella. Incluso llegó a pensar que se llamaba de las dos maneras, de la misma forma que estaba convencida de que dentro de ella había muchas personas, Amalias, Amelias, Amèlies, algunas terribles, otras tiernas, otras envaradas y espantosamente educadas y corteses.
No era su nombre lo único que no le gustaba en ella. De hecho, había muy poco que apreciara de sí misma, o, por lo menos, de lo que se encontrara satisfecha.
No era guapa ni fea, alta ni baja, gorda ni flaca. Su forma de vestir era vulgar, odiaba llamar la atención, así que escogía siempre la ropa más neutra, siempre pantalones, siempre ropa que no pasa de moda, blusas que no decían nada. Casi siempre vestía de negro. Le gustaba vestir de negro.
En el instituto intentó pasar desapercibida. Pero se reían de ella. Era un poco torpe, más que nada debido a su timidez. Susana, la mala de la clase, repetidora, parecía una fulana. Presumía de ligar con todo el que se le pusiera delante. Hasta los profesores le tenían miedo. Siempre, a la salida de clase, respaldada por sus fieles, tenía alguna bromita para ella. Le llamaba “la virgen”, “virginia”, “bollera”, y todo lo que se le ocurría. Un día puso en la pizarra que en clase había una marimacho. Toda la clase se partía de risa y le miraban. Entró el nuevo profesor de química, muy jovencito, tímido, y al ver la pintada en la pizarra preguntó quién había puesto eso. Carcajada general, y miradas hacia ella, que había enrojecido hasta las orejas.
Su única amiga que mereciese tal nombre era Carmen. Como ella, era tímida y apocada. La conocía del instituto, donde también había sido víctima de los insultos y desprecios de Susana y sus seguidoras. Tenía otras amigas, por supuesto, pero nunca nadie a quien pudiera hacer confidencias. Amistades superficiales. Carmen había estudiado la carrera de Filosofía y Letras y estaba haciendo el doctorado con una tesis sobre mitología griega y romana. Tenía un trabajo en la cátedra de filosofía antigua, un trabajo eventual como PNN. Con ella podía hablar de temas no tan superficiales como con la mayoría de la gente de su edad. Y sus conversaciones resultaban siempre enriquecedoras.
Sus padres estaban obsesionados con que hiciese una carrera. Estudió derecho, se limitó a ir aprobando las asignaturas entre junio y septiembre. Era mediocre en todos los trabajos relacionados. De hecho, encontró muy pocos trabajos, todos aburridos y rutinarios. Lo de rutinarios le convenía, no le gustaba esforzarse en algo que no le atraía. Pero ninguno le duraba más de unas pocas semanas. Por fin encontró una ocupación a su gusto, en una gestoría de mala muerte, con muy poco trabajo y un pobre sueldo. Solo tenía que soportar a la señora Juliana, la dueña de la gestoría por herencia de su marido, que había muerto joven. Una persona entrometida y de carácter agrio, que la acogió como haciendo un favor a sus padres, con los que tenía una cierta amistad. La ventaja es que la señora Juliana no la agobiaba, y le daba libertad para ausentarse del trabajo siempre que quería. Quería ser independiente, llevar su propia vida sin que nadie se tomara la libertad de opinar. En realidad, no tenía ni idea de qué hacer con su vida.
Ella no era como su hermana. Lucía era guapa, provocadora y muy, muy alegre. No había querido estudiar, odiaba la rutina, levantarse pronto por las mañanas y llegar a casa antes de la puesta del sol. Era la pesadilla de su madre, hasta que se casó, pero sabía camelar a su padre, que le consentía todo. Eso era lo que más le extrañaba, porque su padre era el adalid del orden y la rutina. Pero con una mirada, y poniendo la voz de pobrecita niña pequeña, era capaz de dejar a su padre babeando. Así fue hasta que se casó con Roberto, un tipo con dinero, deportista, dedicado en cuerpo y alma a sus negocios, no siempre claros, y un poco amanerado, que había conseguido cambiarla y hacer de ella una reina de la casa, que se dedicaba básicamente al “dolce far niente” que diría un italiano.
Con todos estos pensamientos, sus pies le llevaban de manera autónoma, sin un rumbo fijo. Era jueves. Con el frío de febrero, no había casi nadie por la calle. Pero no quería ir a casa todavía. Su madre, siempre tan invasiva, recordándole sin nombrarlo su fracaso vital. Cuando quería imponerle su forma de ver la vida, sus esperanzas de que cambiara, le hablaba de su hermana. Lo bien que les iba, su maravilloso marido, sus hijos preciosos, su casa en la playa. Era repugnante.
Vio un pub con unas mortecinas luces encendidas y entró. No fue nada premeditado. De hecho, no le gustaba beber alcohol y habitualmente no lo hacía más que por compromiso. Pero sospechaba que hoy era un día distinto.