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EL CLUB DE LOS

CORAZONES SOLITARIOS

La ruptura había sorprendido a Pedro. No se esperaba algo así, casi sin explicaciones. Cuatro frases, cuatro puñaladas que dejaban translucir un rencor sordo. Luego, Cecilia se levantó de la mesa sin prisas, dejó las 25 pesetas de su caña en la mesa y se alejó de la terraza del Cartablanca bamboleando las caderas un poco provocativamente.

Pedro se sintió vacío, desolado. Las palabras de Cecilia le habían hecho mella. Era injusto. El mundo mejoraba cuando una minoría, más soñadora, más generosa, y también más consciente, decidía cambiarlo todo y hacer avanzar el mundo buscando la justicia. Pero, sobre todo, había sido un mazazo terrible perderla. Llevaban poco tiempo y se estaba quedando ya colgado de su figura maravillosa, de su belleza, de su inteligencia, de su carácter, de su forma apasionada y generosa de entregarse.

El había sido pretencioso, se había pavoneado de su carrera, de sus escarceos en la política universitaria, de sus lecturas, de sus opiniones sobre todas las cosas. Y ella había comprendido que se había liado con un fantoche aburrido. Así se sentía en ese momento. Eran ya las once de la noche, y no tenía ganas de ir al piso. Jose y Mariana estarían haciendo la cena, tortilla de patatas como casi siempre, y no tenía ganas de dar explicaciones. Estaba mal, muy mal. ¿Estaría enamorado? El no creía en el amor, una invención burguesa para disfrazar las pulsiones, emociones, vivencias que se amalgaman en torno al instinto reproductor. Y sin embargo…Algo había removido Cecilia en su interior.

Hacía frío en la noche, a pesar de ir muy abrigado, así que entró al local para tomar algo. Se pidió un pincho de tortilla con unos torreznos que comió con avidez, pagó y salió a la calle sin saber a dónde dirigirse. Vagó sin destino por la ciudad vacía. Cuando veía un bar, entraba y tomaba una copa. No era consciente de las calles que atravesaba, hasta que se encontró en las afueras de un barrio que no conocía, a un lado la tapia de un cuartel de ladrillos sucios, al otro, casas bajas, de dos o tres pisos, con rejas en las ventanas.

Volvió por sus pasos buscando calles menos deprimentes. Entonces vio el letrero luminoso de un local nocturno. Entró y se sentó a una mesa en el rincón más oscuro del bar más oscuro. Estaba un poco borracho, pero todavía no había conseguido quitarse de la cabeza las palabras de Cecilia. Así que estaba dispuesto a seguir bebiendo hasta borrar ese mazazo de su cerebro. El bar parecía vacío, la música sonaba alta, y el camarero servía las copas sin levantar la vista de un comic erótico de Manara.

A la tercera copa, la vio. No sabía cuándo había entrado, antes o después que él. Vio que tenía la copa casi vacía y le dijo al camarero que le llevara a la mesa otra igual, junto con la suya. Ella puso cara de extrañeza y miró a Pedro, que tenía una sonrisa bobalicona en la cara y se acercaba tambaleándose.

—Si piensas que soy una puta, estás muy equivocado, así que ya te puedes largar con tus copas por donde has venido.

—Si hubiera pensado que eras una puta, no te habría invitado. Te he visto tan sola, y yo estoy tan solo, que he pensado que no era mala idea hacernos un poco de compañía.

—Claro, el club de los corazones solitarios, no te jode.

—¡Así se llama una canción de los Beatles, ja, ja, ja!

—¿Cómo? ¿Elclubdeloscorazonessolitariosnotejode? ¡ja, ja, ja!

—Sí, y le sigue en el mismo disco “con una pequeña ayuda de mis amigos”. Pero eso es difícil, porque los amigos nunca están cuando los necesitas.

—Yo eso no lo sé, porque nunca he necesitado a mis amigos.

Y así siguieron, hablando y tomando copas durante un buen rato. Y mezclaban las ocurrencias más superficiales con comentarios llenos de la melancolía que los había llevado hasta allí. Cuando ya estaban bastante borrachos, comenzaron a besarse, protegidos por la oscuridad casi absoluta del local.

Salieron del pub. Caminaban y se besaban. Ella sabía que era una locura. Y sin embargo…

Poder y destino

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